Desde la ventana del hotel, el cruce Paseo de Gracia con Rosellón, húmedo y gris, se ofrecía como una vista sobre el deambular de indiferencias. Y lo mismo a pie de calle poco después. O al mediodía en el pequeño restaurante de tapas y vinos. ¿Quienes son? Puede uno encogerse de hombros sin prejuicios, está más allá de toda duda que son figuras situadas en el paisaje para la distracción. Pero si bien se piensa es más inquietante pensar en quien es uno para ellos. ¿Me miran? ¿Cómo me ven? O mejor aún, más preciso: ¿Que ven?
Es con el discurrir del tiempo, cuando se han convertido en imágenes fijas, guardadas en la memoria del disco duro, cuando empiezan a disfrutar de cierta familiaridad. No solamente por que se han recortado y ta vez ajustado luces y contrastes, lo que ya de por sí entraña una cierta convivencia, sino porque son las que han sobrevivido de una liquidación no exenta de dudas y dolorosas decisiones: se trata de no guardar todas las fotos que se hacen, sino algunas solamente. Es por algo más, por el hábito que tiene el hombre del Prado de mirar de vez en cuando su colección de fotografías y repasarlas, acodándose en la ventana de la vista de hoy y de la memoria. Cada una de ellas tiene un momento que se puede rememorar, un momento corto, el clic del disparo, o un momento largo, que es el recordatorio del paseo en su extensión, un momento hecho de momentos, unos detrás de otros. Por lo que sea se han vuelto familiares.
Siguen siendo lo que eran, no han construido historias sobre ellas, no se han adornado de significados ocultos, sino que se han apoderado de un gesto y una actitud que se refleja en el espectador. El coleccionista de fotografías puede acabar convertido en esclavo de pequeños arquetipos sugeridos por la mirada sobre la imagen. Cual si se hubiera producido una osmosis entre el actor y el espectador, aunque no se sepa bien quien es el uno y quien el otro, la muchacha que camina bajo el paraguas produce tristeza; el japonés que se detiene para consultar el plano un aire de estética flamenca; la pareja con la mendiga el equilibrio entre lo bonito y lo feo; la mujer que sale del restaurante parece que se enfrente a su yo que no lo es; la pareja sentada en el mismo sitio inician el largo camino de la incomunicación; y al hombre que lleva la mano al pecho parece que va a dolerle el corazón. Todo es incertidumbre, lo patético de lo incierto es que podría ser verdad. Y con todo ello, el Hombre del Prado los tiene cautivos en sus ficheros para sacarlos a la vista de vez en cuando.
Aquella mañana, desde la ventana del hotel, pensaba que había nacido y vivido a unos ochocientos metros de ese lugar que conservando la misma arquitectura urbana le resultaba ahora desconocido pero familiar. Era consciente de que para reconocer el sitio y rehabitarlo, debía apelar a la memoria, no al recuerdo de la arquitectura, sino al suyo allí, situarse en el lugar y convertirse en una figura en medio del paisaje urbano. Sobreponiendo las dos imágenes, el Paseo de Gracia volvía ser suyo. Mientras contemplaba el cruce tenía la sensación de que el único interés que podía sentir era aquel que le despertaban las figuras anónimas a las que haría suyas enfocando la cámara, acercándolas con el teleobjetivo y enfocando con la mejor precisión posible, que ya sus ojos tiene dudas, y presionando con el dedo índice de la mano derecha sobre el botón del disparador. Cada presión una captura; cada captura un secuestro.
Una pregunta sirve de colofón a todo lo escrito: ¿Y ellos? ¿Algunos de ellos le habrá visto a él? ¿Y cómo?
Un rastro de vida, huellas de humanidad, el rastro de lo que está habitado antes de que todo se disuelva en una ruina. A menos de un kilómetro del pueblo en el que se tomaron estas dos fotografías, se mantiene cercado un túmulo prehistórico. El visitante que quiera verlo tendrá que caminar o conducir, por la ladera que sube a un altozano sobre el río, una distancia de un par de kilómetros. El desvío está señalado con un giro a la izquierda según se llega desde Urraca Miguel, por una pista que es un barrizal por causa de las lluvias y la nieve, que se ha deshecho. Entre los dos pueblos solo existe este camino directo, que ninguna administración se ha ocupado en asfaltar. El camino por carretera moderna obliga a llegar a la general de Ávila, girar en dirección a Madrid y tomar luego un desvío a la derecha, que sí conduce a Mediana.
El coche patina, las ruedas despiden pegotes de fango, en algún repecho parece dudar la tracción si seguir o no, el cielo encapotado oscurece el paisaje que se abre a los pies en una insólita amplitud y en lo alto, el cercado que guarda los restos se planta en el lateral que inicia una amplia meseta en la que manchas de arbolado invernal se diseminan entre el pastizal. Los responsablesarqueológicos de la provincia han cuidado de señalar con precisión: Túmulo Funerario Prehistórico. En él se explica lo que fue. Ahora es una círculo de hierba, preciso, que se eleva desde el borde al nivel del suelo, hasta el vértice, no más de sesenta o setenta centímetros de altura. Es solamente eso, una mínima elevación, dos metros de diámetro a lo sumo. Sobre él cabe suponer un suelo de pizarras, un muro de piedra, un techado, una cámara funeraria. La base es la única huella: tierra apisonada y hierba.
Hace muchos años, sobre los 50, el Hombre del Prado visitaba en el Pueblo Español de Barcelona, una reproducción de una masia catalana: maniquiés y decorados trataban de mostrar al visitante una reproducción de lo que era el campo, o la vida en el campo. Estaba todo, con prolijo detalle. Aperos de labranza, herramientas, utensilios de cocina, ropas, todo lo que era en detalle el paisaje hogareño de otros tiempos. Más o menos, cuando se construyó aquel lugar en la montaña de Montjuich, Julio Camba escribia aquella estupenda greguería: "el campo es el lugar en que los pollos corren crudos". Ya entonces se entendía que una forma de vivir en el campo iba quedando arrumbada para los museos.
Mediados los 80, visitó una isla en Noruega, en la que se conservaba un antiguo pueblo de bacaladeros. Todo estaba como estuvo, calles, casas, también maniquies, mobiliario, todo era un rastro del pasado, en esta ocasión con objetos originales. Las prensas y los secaderos para los lomos del pescado, los bidones para el aceite, las camas de madera, literas toscas y una sobria decoración hija de la pobreza. Un guía iba desgranando aquella manera de vivir que ya era pasado, en un tiempo presente en que la extracción de petroleo en el mar del Norte y las granjas de salmón, trasnformaban al país y lo metían de lleno en la modernidad cosmopolita. El abuelo del joven noruego había sido uno de los habitantes de aquella isla. IbarScholberg, que le acompañaba, le explicó como había nacido en las Lofoten y podido alcanzar a ver parte de esa vida, metida ahora en la burbuja de la visita turística. La madre, octogenaria, vivía todavía allí y había cambiado la vieja casa por una magnífica residencia de los servicios sociales.
Ante la fachada en ruínas que se encuentra en la plaza de Mediana, se acordó de toda esto, o sentó las bases para que el recuerdo fluyera en el momento de sentarse a escribir. La puerta y la ventana nada ocultan, nada dejan de mostrar aunque nadie observe ya los interiores, desnudos del todo, aires herrumbosos de lo que fue. Una fachada así no puede menos que suscitarle una enorme melancolía, que es la que produce asomarse a lo triste: lo triste sin historia, sin contenido, lo triste como reflejo mecánico de una visión. Se trata del orgulloso aire de la ruina enhiesta todavía, que si no da con ella en tierra una máquina, o un plan de urbanismo, se mantendrá por los tiempos venideros hasta quedar señalizada como el milenario túmulo funerario.
Dio entonces en pensar que hace miles de años, o cientos, muchos, váyase a saber, que el campo está muriendo de vejez, solamente de vejez. Y se van dejando rastros de lo que fue, no sabe muy bien el Hombre del Prado para qué, a santo de qué esta mania de señalarlo todo y datarlo, empeñados en que siga siendo lo que siempre ha sido: el constante convertirse en una ruína abandonada.
Saliendo de la Plaza Mayor una fachada muestra al sol una colada extendida esperando con paciencia el secado. Un gato blanco se arrebuja contra la puerta. La visión le parece idílica. Hay vida, se dice, todavía hay vida aquí.
Urraca Miguel es un pueblo que no está abandonado, no en la medida en que viven algunos y otros vienen en verano: entonces se llena de almas. Casi todos son las almas que se fueron, a hacerse capitalinos, aquí y ahora no son ni lo uno ni lo otro. No son los forasteros que por siempres erán desconocidos, pero casi. La gente cambia con los traslados, pierde la esencia, aunque de ésta poco se sabe.
Está al borde de una carretera que fue nacional, de Madrid a Ávila, y que se conserva como si desde el tiempo en que la Mesta la tomaba como una avenida de norte a sur en invierno, y al revés en estío, los cambios se hubieran producido por la acción tenaz del paso del tiempo , ayudada escasamente por la mano transformadora del hombre. La carretera es una línea rectilínea, de suaves repechos que de inmediato ofrecen el descenso, una ondulada visión placentera que muestra un asfalto herido por hielos y nieves. Poco discurrida por coches , se ve cortada en perpendicular en la mitad del valle por otra que une las sierras, de collado a collado. En las crestas se alinean los campos de molinos, que a nadie asustan por mucho que giren sus brazos.
Para llegar a Urraca Miguel hay que tomar un desvío a la derecha según se va hacia Ávila y subir por las estribaciones de la sierra. Poco se sube, la verdad, pocos cientos de metros de carretera que viene a morir en una mbocadura de callejas donde se forma una especie de mesetilla en la que el pueblo se afianza en tierra, raices de piedra hundidas con la tozudez mineral que, instalada por el hombre, ha encontrado el lugar para quedar por tiempo, un largo tiempo con vocación de eterno.
Alguien habrá, pero no se ve a nadie; estos pueblos ahora son reinos vacíos. ni una voz habita en este silencio; ni un paso susurra en callejas estrechas que discurren entre tapias heridas por la vejez malllevada, faltas del afeite de la cal, o el revoco. El silencio absoluto está hecho por pequeños sonidos que a fuerza de ser habituales llegan a ser imperceptibles. El bostezar de un perro, el vrujir de algo, un viento encajonado o una ventana que se abre y se cierra llevada por aquel. Silencio al fin, profundo y absoluto.
No tiene plaza, aunque ésta debe de hacer las veces, porque contiene la iglesia y una casa señorial. Es un espacio trazado por la casualidad que se abre mínimamente, no por reunir al paisanaje sino porque allí confluyen calles. Estas plazas hacen las veces de piedra clave de la construcción y se podría pensar que si desaparecieran, todo el ensamblaje de casas y calles se vendría abajo en un revoltijo. No hay un bar a la vista. Ni un lugar de acogida donde entrar a dar los buenos días. Las calles, en curvas caprichosas entran y salen del conjunto de casas para venir a dar al lugar, que además, para hacer más dificil la estada, presenta una pendiente grande e incómoda. Hay bancos de madera, faroles, una cruz de piedra y dos calles en cuesta.
En lo alto del campanario se sobrepone un enorme nido de cigüeñas. En la fachada de la iglesia, la placa tenía algo escrito, ahora sólo rastros que hacen ilegible lo que fuera. Una cruz de piedra señala el final de un vía crucis o recuerda a los muertos de un lado en aquella guerra civil que fue, por aquí estuvo, en toda esta sierra que fue frente durante años.
Un viejo aparece volviendo una esquina y queda mirando al forastero. Ambos lo hacen, curiosidad recíproca, sin asomo de disimulo. Al cabo, el saludo es obligado, y enseguida una corta parada del primero que es bien recibida por el otro. Hay en estos encuentros del azar una indecisa actitud que las palabras confortan.
-¿De paseo?
-Pues sí.
-No encontrará a nadie por aquí esta mañana.
-A nadie he visto, solamente a usted.
-Yo es que salgo cada mañana.
-Pero, ¿hay alguien más?
-Alguien queda.
Señala al nido de las cigüeñas.
-Ya han salido.
-¿Ya?
-Si, salen cada mañana. Se van por ahí.
-¿De paseo?
-Será, sino, ¿donde?
El forastero tose con una blanda, cargada de flemas; es la irritación que le causa el fumar y que se agudiza cuando llega el frío del invierno. Por eso estos días no enciende la pipa más que una o dos veces al día, por tenerla en la boca y sentir el suave y tibio humo del tabaco. El viejo, cuando la oye, sonríe y dice:
-Esa tos…
-Si, es por el fumar y el invierno.
-A algunos de los que están allí les he oído yo ese toser.
Señala al recinto cerrado por una tapia que está añadido al cuerpo de la iglesia. Debe ser, piensa el Hombre del Prado, el antiguo cementerio, que el nuevo está en la parte alta del pueblo y se divisa desde allí mismo. Le parece una broma, si es que ha entendido bien, porque el viejo ha empezado a caminar y la voz se va con él mientras cruza la plaza. Arrastra los pies y eso es un estruendo.
-Pues venga, a cuidarse.
-Adiós – dice el Hombre del Prado.
-Con Dios – dice el otro, que llega ya a embocar la calle en que descansan dos perros.
Las fachadas de las casas que mantienen alguna prestancia, conviven con las ruínas de las otras, y entre ellas las coichiqueras abren su espacio, de altura reducida y con el orden de tejas hecho armonía. Por ese corredor estrecho embocarían antes las ovejas para pasar la noche dentro. Cae el Hombre del Prado que no ha oído un sonido de ganado, que la tierra es de eso, ovejas y vacas para carne. Algunos que se refieren al ayer ompreciso, dicen que en todo el pastizal que es la larga nacional, el bovino era incontable: ahora no, aparece disperso. En el próximo pueblo, Mediana, se encontrará al entrar con una hato de ovejas y eso le alegrará la vista: aquí no se ven, ni se oyen.
Despacioso, camina calle arriba hacia el coche. Una puerta de madera de mal pintados azules y verdes ofrece un toque de color, una declaración de modernidad, piensa con humor.
Calle arriba el pueblo se desvanece en la era, donde unos chopos forman un hermoso paisaje, un equilibrio visual para el espíritu. Toma un camino encharcado y sigue subiendo. Amenaza lluvia, el cielo se encapota cada vez más y la luz se apaga, aunque sean solamente las doce del mediodía.
NOTA AL FINAL: Al fijar la atención en la fotografía de la calle, con la casa blanca frente a la que toman el sol los dos perros, desvubre en el portón practicable de la entrada a una mujer, que invisible para él durante su visita, fue seguramente quien cerró la ventana al reparar en el forastero. Los habitantes se asoman a las fotografías, invisibles para los forasteror.
Fue cosa del silencio que mantiene, de la idea de tener que felicitar el año. Lo cierto es que se ha abstenido de devolver felicitaciones de navidad; hace algunos años que no lo hace, y el proceso natural de selección ha dejado a tres o cuatro corresponsales esforzados y considerados, además de los bancos con los que mantiene cuenta abierta, la compañía de electricidad, telefónica y el corte inglés, siempre tan considerado... Y quería hacerlo en esto del blog, porque estaba llegando al final de dos pensamientos que debían, así sentía que iba a pasar, converger:
Uno es que es inútil felicitar algo nuevo que nunca lo es, porque no puede ser nuevo aquello que permanece y continúa. Y dos: el blog anterior, sin ideas concretas sobre él, le agobiaba y sentía que faltaba a la mínima corrección para con aquellos pocos amigos fieles. ¿Los llama amigos? ¡Claro! ¿Así los siente! Ellos si le han enviado, por correo o desde el último post un cariñoso saludo, y el Hombre del Prado, taciturno como de habitual, o sombrío y desde luego enredado en sus oscuridades. ¡Vaya uno a saber!
Desde siempre ha tenido una idea fija en la cabeza: acerca de esto del escribir, no hacerlo si no se sabe el qué. O para qué. O Porqué. A fin de cuentas, escribir es una habilidad que mejora con el tiempo; o empeora a veces, váyase a saber, pero es sobre todo una habilidad. Esa habilidad nace de una pulsión: la necesidad irresisitible de decir. La experiencia le ha enseñado al Hombre del Prado, y esta reflexión solo tiene valor y sentido para él, que la habilidad se puede convertir en banalidad y la pulsión desembocar en neurastenia. Una mirada irónica sobre sí mismo, si es que fuera capaz de proyectarla, le hace pensar que ha estado mejor callado durante tantos años. Hasta que empezó el blog anterior, que tuvo al fin y al cabo un efecto terapéutico, una larga y profunda confesión consigo mismo después de tantas decenas de años de no hincar su conciencia ni siquiera ante el espejo, para acabar descubriendo que todo lo aprendido es materia sobre nada, voluta de humo, o humo de pajas, o quien sabe qué.. Que uno cree que se construye a sí mismo desde lo más original, cuando la realidad es que los materiales se los dan para la obra, de serie y numerados para su mejor y más fácil colocación. Pues hasta que empezó el blog anterior no sintió la urgencia de escribir porque tenía algo, el inicio de un ovillo d el que cabe tirar para llegar al final: el corazón del ovillo es siempre el ultimo hilo sobre un vacío, la vida después de todo. perpo desovillar es una necesidad que está en las manos y estas conocen el gesto. Y al mismo tiempo surgió Ático: fue por ese tiempo que lo descubrió en el foro romano, debajo del arco de Augusto, junto a lo que queda del Templo de Vesta, donde fue a refugiarse Terencia cuando las proscripciones buscaban la cabeza de Cicerón, en aquel enero del 43 aC.
Pero aquel blog expiró, y sus esfuerzos por reanimarlo le llevaban al fracaso. De nuevo la habilidad, sin pulsión. ¿Qué decir? Es como acudir cada día al foro... Se puede hacer si uno se contenta con callar en ocasiones, pero si se empeña en hablar, y ni tiene discurso ni ideas, ¡que esfuerzo ímprobo! Y con el blog dando coletazos, llegaron las felicitaciones de año nuevo, una angustiosa cortesía, más angustiosa si cabe, pues tanto más la agradecía, tanto más sentía que les debía algo. ¿A que ese exilio de la virtual página en blanco? "¿No escribes en tu blog? Lo digo porque entro y veo que no...?" Pues, naturalmente que no. Si entras y no estoy es que no he ido, no cabe la menor duda.
Pero un día le miró a la cara un perro pequeño, delgado, solitario, en un pueblo de la sierra de Guadarrama, realmente en un contrafuerte de ella, yendo hacia Ávila. Él conducía: estaba la soledad dueña del sitio, nadie sino las almas aburridas de dos perros tomando una sombra de sol invernal, entre nevada y nevada, entre ventolera y lluvia- Le había dado por tomar un desvío a la derecha, que le llevó a un pueblo a través de ese otero de la fotografía, en el que unos chopos se alinean con vocación zen frente a un poste de la modernidad de ayer, .Un pueblo que sin estar abandonado estaba vacío, a salvo de dos perros dispares, comodón el uno, el grande,; y muy tenso y atento el pequeño, que no le quitó ojo en todo su vagar por la plaza, fotografiando el vacío, que lo es cuando no hay gente.
Ahí estaba aquello que se ocultaba a la mirada del hombre pues éste no estaba: ¡Ah, le permanencia oscura! Es frase de Sartre que le gusta mucho al del Prado, lo único del filósofo que le ha quedado en la cabeza. La permanencia oscura con dos perros guardianes. Ni un ladrido, ni un gruñido, la atención puesta en ese tipo que caminaba calle arriba y abajo, cámara de fotos en la mano, ojo avizor. El ojo percibió una ventana abierta y al volver a pasar la habían cerrado, algunos, alguien, algo, se recató: sería por no ver al extraño.
Y los perros allí, acomodados cada cual en su función, apoyados los lomos del uno en el otro, siempre en contacto, como los viejos matrimonoios en la cama que se buscan en un roce. Fue a sentarse en un poyete de piedra adosado a un muro de cantería, y les hacía fotos. Les hablaba como se habla a los que uno encuentra por el lugar e intuye prometedora , corta y amistosa charleta. ¿Cómo estáis? Yo me voy enseguida. ¿Que tal es este pueblo? ¿Os tratan bien?Me esperan a comer, si no me quedaría... La mirada del pequeño era toda interés, fija en él visitante; su tensión se adivinaba en un ligerísimo temblor de todo el cuerpo, un excitado temblor. El grandote nada, cabeceaba, bostezaba, dejaba reposar la cabeza sobre las patas delanteras y suspiraba de vez en cuando de aburrimiento, o satisfacción, que venía a ser una misma cosa. Pero el pequeño permanecía atento a las palabras y parecía querer corresponderlas.
Y entonces llegó la pulsión del blog, lo tuvo allí delante. Estaba en la mirada del perrillo que, según él, trataba de verle y comprenderle, aunque no lo sabía realmente. Cómo se puede interpretar la mirada de un perro que tiembla de excitación? Dió con la expresión justa, porque cayó en la cuenta de que estaba interpretando la mirada del perro desde la ignorancia más absoluta, desde el imposible conocimiento, era la suya una mirada tópica y ahí estaba, lo comprendió como el rayo, el que decir del blog, la razón para continuar: La Mirada Tópica. Escribiría sobre todo lo que la mirada, desarmada de conocimiento, fuera capaz de aventurar con la vanidad de creer que intuir es saber. El nuevo blog estaba ahí, en sus salidas por los pueblos de la sierra, tantos y tan olvidados que se dirían inexistentes, que a veces cuando entra en uno piensa en el Comala de Juan Rulfo, que además era fotógrafo; le pasó en Sotosalbos hace un par de meses, desierto de gentes al mediodía, que no vió a nadie en su deambular, cuando pensó que todos sus habitantes estaban convertidos en piedra en el pórtico de la ermita, tallados en la caliza: uno junto al otro, músico junto a guerrero, y al lado lavandera, panadero,.. Vete a saber que hacía el pueblo ahí arriba. Pero esto no lo pensó en la plaza del pueblo, sino al ver las fotografías en la pantalla del ordenador, cuando en vez de revelarlas él en la cubeta, del laboratorio se le revelaron a él en la pantalla.
He ahí, se dijo, La Mirada Tópica: la de la imagen desnuda extrayendo razones y sentimientos de la nada. Acepta que nada tiene que ver con la realidad y que ésta existe solamente cuando tropiezan dos miradas diversas. La realidad es confrontación, lo otro es una construcción sistemática hecha desde el interior de cada cultura en una, digamos, aceptación de las reglas de comprensión, algo de esto se ha dicho más arriba. Esta mirada tópica que se pretende fotografiar, nace del encuentro con un sujeto sobre el que nada se sabe y todo se imagina. ¿No es esa la norma al uso?
Ya tiene blog, ya existe una razón para seguir, que lo otro es deambular como tonto por lo oscuro, y ahora sí, es inexcusable desear lo mejor a sus amigos, aquellos que vienen por aquí y le desean feliz año. ¡Que todo siga bien, amigos míos!
Un corto trayecto de unos treinta kilómetros. ¿Había nevado allí?, ha preguntado Ana. Si, contesta, más bien ha delineado. Negro y blanco en perfecta armonía, lineal, geométrica. O ha sido un pastelero espolvoreadoazucar molido sobre los macizos. Es un juego para la imaginación. Ariadna, que ha visto las fotos en Flickr le ha enviado un correo (¿porqué sigue negándose a llamarlo email?) donde le dice que le gustan porque "tienen un rollo medio romántico medio fin del mundo", y añade: porque el tiempo se ha detenido, no sé, me ha dado esa sensación. Mientras caminaba por los jardines no había un alma, apenas alguien, podría contarlos desde la memoria: una pareja de mediana edad que le ha pedido que les fotografiara; dos quinceañeras se tiraban bolas de nieve mientras una tercera trataba de tomar la foto con aquella en el aire; una pareja latinoamericana que deambulaban, iban sin aparente objetivo; un hombre maduro, de la misma edad tal vez que el Hombre del Prado, perdidos en los mismos pensamientos sería; cuatro mujeres (señoras) orondas que charlaban y charlaban entra exclamaciones de admiración. Frente al dorado efebo que monta un brioso corcel, una ha preguntado a las demás si sería de oro, y las otras ¿Pero vamos! !Mira que serás...! El corcel, inmóvil en el aire, llega desde la dimensión del tiempo muerto, un espacio habitado solamente por la memoria. Condenado a ese gesto para siempre.
Un hombre descendía solitario unas escaleras, más bien gradas, a lo lejos, casi disuelto en el tiempo detenido. Solo él se movía, lentamente. ¿Qué puede haber perdido en ese paseo solitario, en el que su persona es todo cuanto tiene? También mis pensamientos, diría si fuera el Hombre del Prado, y este lo comprendería: Claro, y ya es mucho. En el ámbito de estas gradas cabe decir y nadie más, que suena a multitud perdida. Nadie más eres tú y no otros, eres tú y ninguno.
Nadie más, ninguno, en este espacio que parece salido de un tratado de arqueología. Se trata, es evidente, de una civilización perdida. Alguno pensará que llegada desde otro ámbito, no quiere decirse que desde el pasado, sino desde un lugar de la memoria recreada y desde la imposible familiaridad del volumen y la superficie. Al fin, la geometria diseña los tiempos, los caracteriza. Poco tienen de humano estas dimensiones, se dice el visitante de ahora, ni estos espacios vacios, ni este equilibrio que es el placer más puro para la mirada. Si el tiempo pasado es un recuerdo, sea, de ahí viene todo. Falta la música, y por fortuna no hay sonido que se atreva con esta quietud, solamente sería admisible el zumbido del proyector en una sala vacía de un cinematógrafo. Si, eso sería posible. Una pantalla y un zumbido, un foco de luz tililando sobre las cabezas, las butacas medio vacía, o más de medio, que esta también es una civilización que se pierde, en sus cosas de siempre, que son en realidad tan breves.
Y al fin se abren las puertas de la sala inmensa y hay que dejar el lugar, volver al coche, dejar la bolsa con la cámara en el asiento de al lado del conductor, sentarse ante el volante y nada más, volver, al tiempo, hoy.
Dos cosas, son cosas realmente, le llaman la atención. En un blog y con respecto a a un comentario sobre algo de Platón, alguien comenta que todo está zanjado. Nada más lejos de la idea del Hombre del Prado que hacer un juicio de valor sobre quien así expresa la seguridad que tiene en su propio pensamiento.
En otro blog acerca del libro de TanizakiElogio de la sombra, un comentarista afirma que un libro nunca será para él si no existe en papel y con cubiertas. Fácil es simplificar, pero el trnasfondo es ese.
Conviene, si que conviene aunque los lectores sean poco y amigos fieles, de esos que uno piensa que le van a perdonar cualquier responsabilidad, que quede claro que los blogs a los que se menciona de pasada, son de los diez o doce a los que acude una vez a la semana, y con cuyos autores cree tener una firme y sólida a la vez que etérea amistad. De ahí la confianza de citarlos, y de no relacionarlos con un link, porque no es ese el sentido polémico, que no existe, de estas líneas.
¿Zanjado? ¿Qué puede estar zanjado hoy en día? En este mundo pluri social, multi cultural, poli ideológico, donde toda construcción se aleja cada vez más pues está hecha sobre pilares más lejanos, del hombre, del individuo en singular, del que uno no sabe ya si existe o no, y tiende a creer que no, ¿que puede estar zanjado si no el absoluto derecho a la duda? No cabe entrar aquí en explicaciones sabias sobre lo que es o no, sobre la certeza o la incertidumbre. Basta, para entender el sentido de este post, entender el carácter reverencial que siente el hombre del Prado por los Platones y los Lucrecios, que en el mundo han sido, no solamente por lo que escribieron sino por el testimonio de su vocación pensadora.
Y yendo a Tanizaki, acostumbrado a hablar de este libro con algunos conocidos, tal vez convenga manifestar el asombro que casi siempre le asalta, cuando entiende que se interpreta el texto desde la nostalgia del autor por su mundo perdido, sin comprender que en su sentido dialéctico, la nostalgia es individual y hermosa, ¿que duda cabe?, pero el futuro es de la electricidad. Por resumir: ¿Vistonti o Bertolucci?
Y por eso, uno detrás de otro, dios nos libre de creer que todo está zanjado. ¿Qué sería de nosotros?, piensa el Hombre del Prado.
Casi un mes sin escribir un post. Lo mismo para entrar en el blog y leer los que suele frecuentar. Es demasiado tiempo, piensa. No es que no haya sentido la querencia de hacerlo, el impulso en el pensamiento y un hormigueo imaginario en las yemas de los dedos. Es simplemente que ha actuado por voluntad propia, encerrado en la corrección de los primeros trescientos folios de la novela, que más que un placer se ha convertido en una maldición. Cada cual tiene su Capilla Sixtina.
La vida alrededor sigue su curso. No sucede nada sino es lo de cada día. Se ha recuperado el paisaje de la costa porque se ha salido a caminar por la playa, a seguir la senda de los acantilados, a visitar el puerto de pescadores de Santa Pola al caer de la tarde y a contemplar, con asombro el sobrevuelo del mar de las gaviotas y la rebatiña que forman cuando desde la borda, por popa, los pescadores arrojan despojos. Ellas van cada tarde a recibir a los barcos mar adentro, y cuando llegan a la bocana, por encima de ellos y siguiéndoles, como un enjambre de moscas, están las aves, perdida la compostura, impacientes por el bocado de la cena.
Por la tarde los folios esperan. Decenas, centenares de adjetivos, son borrados sin misericordia. Y frases enteras. Párrafos. Todo lo que sobra en el texto son los flecos de la inspiración arrebatada. Alguien dijo que hay que escribir una primera versión como sale de dentro, sin la menor contención; después hay que volver a escribir. Y volver. Y otra vez. Lo barroco sin sentido es un absurdo, no conduce a nada sino al aburrimiento. Del lector, incluso del escritor que al corregir es lector. Una mecánica distracción lleva a leer sin corregir, pasar por encima de lo suprimible sin percibirlo. Hay que dejarlo entonces: ir a la cocina, calentar agua para el té, salir a la terraza y mirar hacia el mar. Volver a empezar, si la página no está emborronada de muchas tachaduras, al acabar de repasarla, es que no se ha hecho bien la tarea.
Hace dos semanas les visitó su hija en el bosque. Ella hablaba y hablaba en la cocina, de su vida. Hablaba de la pareja, de la necesaria lucha por mantenerla. Ellos dos la escuchaban arrobados. Hablaba desde casi dos generaciones por delante y parecía sabía: libre y sabia. Él sintió un mordisco de envidia. ¡Ah, si hubiera sabido! O podido. ¿Quién sabe? Miraba el rostro de la muchacha hablando sin parar y, fue cosa de un instante la transformación, dejó de ver a la muchacha que siempre veía para estar frente a la mujer de treinta y cinco años que es ahora. Son cosas que pasan de tiempo en tiempo. ¿Desde cuándo es ella para ti?, se preguntó. Desde ahora mismo.
Ahora deja de escribir, porque espera la playa, el camino de arena húmeda, endurecida, en el que se abaten las olas.