martes, 15 de junio de 2010

Una nueva web

A quien le interese:

He estado varios meses tratando de decidir que hacer con el blog, y el resultado está aquí:

La permanencia oscura.

Intentaré ser fiel a una cita regular. Y volveré a visitar a mis amigos.

miércoles, 10 de febrero de 2010

La niebla y la oscuridad


De repente la niebla. No es que no aparezca cada día, que así amanece casi siempre y hasta media mañana no levanta y deja que se asome el sol, débil primero, radiante y furioso después. Esto excluye los días grises, ni sol ni niebla matutina. En los días grises el paisaje inyecta tristeza en el ánimo: "son días para quedarse en casa", dice Ana. Es la verdad, pero a menudo también se queda en casa los días soleados. La casa es un paisaje, como el prado, y el pueblo, y más allá los prados, los pueblos y en el fondo del horizonte, próximo a veces, las montañas. Si todo es un paisaje, todo es la casa, permanecer en el paisaje equivale a no salir, que solo se sale de lo que es cotidiano. Salir quiere decir ir a descubrir...

De repente la niebla, espesa y luminescente. Como en los viejos rodajes, cuando se empañaba un objetivo con parafina o vaselina, no recuerda con qué, pero así se conseguía un efecto invernal. Basta cerrar el diafragma para conseguir una tarde o un amanecer con neblina, en medio de un sol radiante. La noche americana es una mentira para construir ficciones que se convierten en verdad. Todo lo que se ve en la pantalla es cierto en cuanto se abre la mágica puerta que atraviesa el espectador y se sumerge en la historia.

Pero de repente la niebla sumerge al prado en su seno y lo convierte en uno de esos pueblos que están en lo alto de la sierra, debajo del parque eólico. La primera virtud de la niebla es desdibujar, llenar de vaho el cristal de la mirada, construir un paisaje que lleve a la melancolía. La fascinación de la mirada que no es habitual. No hace mucho Héctor P..., hablando del uso de angulares y teleobjetivos en la fotografía, afirmaba que la magia de sus resultados estribaba en que ofrecían miradas que no eran aquellas a las que el ojo se ha acostumbrado. Seguro que tenía razón. Pues eso, la niebla es un efecto óptico, una lenta instalada en el objetivo de la mirada de cada uno.

El paisaje que se ve existe de otra manera en la memoria, ni siquiera es en la memoria como si se tratara de un hecho lejano, sino que se trata de la memoria de ayer o anteayer. El paisaje está fijado como una fotografía y viene la niebla y lo altera y lo convierte en un lugar de contornos vagos, de enfoques desdibujados, de colores difuminados en los que realmente tiene valor lo que sugieren. Nadie mira un paisaje en la niebla como una realidad permanente, porque al cabo, aquella se levantará y todo volverá a su ser, que es expresión que le gusta emplear a Ana: la empleaba su madre muy a menudo. Todo vuelve a su ser, que es a su manera de ser, o de estar. Se trata de un mínimo y cercano eterno retorno. Por lo tanto la niebla es un accidente, no es perdurable, no está aquí para siempre. Esa es su magia, tal vez, si es que la tiene.

La niebla, piensa el Hombre del Prado, se comporta al fin como la oscuridad del contraluz, el violento claroscuro que descubrieron los pintores del Renacimiento, cuando dieron en inventar focos de luz donde no los habían, por mor de encontrar una mirada diferente al minucioso realismo, donde el detalle preciso tenía el valor de la verdad. Todo es cosa de la luz, de la mirada, que es la emulsión sensible a lo que ahí está. La importancia de la oscuridad no es lo que vela, sino que, ocultándolo, permite adivinar, para que sea el pensamiento, el que acabe por reconocer todo lo que ahí está, lo que se ve y lo que no se ve. Al cabo, se dice, todo está, y si no se puede ver se percibe. ¿Es eso el conocimiento? ¿El esfuerzo por ir al corazón de la niebla o a la profundidad de la oscuridad?

La casa del prado, al otro lado de las parcelas, o el contorno del bronce que corona un reloj del XVIII, se entregan a la mirada mágica que rompe con lo cotidiano. Hasta que todo vuelva a su ser.

sábado, 6 de febrero de 2010

Diálogos esenciales


¿Qué haces?
Nada.
¿Cómo nada? ¿No haces nada?
Aquí andamos. Nada de nada.
Pero, hombre. Nadie hace nada.
Ya ves...
Pero,. ¿No lees?
Si, voy leyendo cosas.
Y ¿no paseas?
Si, cada día un rato.
Y eso, ¿no te gusta?
No mucho, lo hago por el colesterol...
Y ¿no ves a tus amigos?
No tengo amigos...
Pero a alguien verás.
Si, a alguien, uno o dos conocidos...
Entonces... Ya haces algo.
Pero es solo por distraerme.
Hombre, no, por algo más será.
Por pasar el rato.
Bueno, claro, todo es pasar el rato. La vida es pasar el rato.
Pue eso, solamente por eso.
¿Y no disfrutas con todo ello?
¿Todo?
Lees, paseas, ves a gente: no es poco.
Me distraigo.
Pues ya está... ¿No es eso lo que se busca?
No, me distrae de lo importante.
¿Y que es lo importante?
Que no hago nada, que no tengo nada que hacer.
Hombre, pero... hay muchas cosas que puedes hacer.
Dime cuales.
Leer, pasear, ver a gente...
Eso ya lo hago, dime otras...
(Silencio)

jueves, 4 de febrero de 2010

Paseo por Madrid

Los pueblos son lo que son: un lugar, unas gentes. No hay diferencias entre ellos. Son el paisaje circundante. Te rodean, envuelven, absorven y finalmente te expulsan si no eres de alli. Pero, ¿que es ser de allí? Un paisaje conforta, el de la geografía, y otro inquieta: el de las personas. ¿Que es de allí? Si todo viene a ser desconocido, o en su generalidad muy conocido. Toda arquitectura resulta ser la misma. Todo gesto lo mismo. La mirada tópica es la visión interior, lo que se ve no es lo que es, nunca. Son las ganas de ver lo que crea el paisaje como si se tratara de la morada interior de los místicos. Ya nadie se reconoce tal, sería incluso vergonzoso. Pero la morada interior abre su puerta a la plácida sensación de estar donde debe.

Pero ¿que es ser de allí? Existe una geografía íntima que se reconoce cuando nunca fue otra cosa que lo imaginado: los colores, las luces, la parte sombría de la fotografía y finalmente el sujeto que reclama la atención. Añade el sonido que se dejó al pasar, una voz que dijo lo nimio, la banalidad que no estaba dirigida al paseante. Nada más solitario que el deambula entre lo desconocido que no parece serlo.

En el círculo cerrado de la plazuela las sillas se ofrecen a la fatiga y nadie se habla aposentado en ellas. Un banco de piedra, un poyo contra el muro, la carpintería urbana de unos asientos que permanecen inamovibles. Cada cual que se siente es un paisaje nuevo. Uno desconocido habla desde un teléfono al fondo y extiende una línea hacia los otros mundos, que están aquí. Se alcanza a oír la voz que llega en ráfagas de silencios: yo estoy bien, dice. ¿Te ha llegado el giro?

Y luego está la fatiga, la anónima sensación de no ser nadie para los demás; si una para su fatiga, o para su pensar. Anónima para sí misma, se ensimisma y ofrece su cansina belleza a los demás. En la mano el teléfono: ¿a quien va a llamar? ¿O ya lo ha hecho? ¿No hay más que decir? Solamente cabe pasar de largo.

domingo, 24 de enero de 2010

Barcelona. domingo por la mañana

Lo bonito y lo feo

El reflejo del yo o del tú

El incio de la indiferencia

El corazón herido

Aire flamenco

Triste, triste...

Desde la ventana del hotel, el cruce Paseo de Gracia con Rosellón, húmedo y gris, se ofrecía como una vista sobre el deambular de indiferencias. Y lo mismo a pie de calle poco después. O al mediodía en el pequeño restaurante de tapas y vinos. ¿Quienes son? Puede uno encogerse de hombros sin prejuicios, está más allá de toda duda que son figuras situadas en el paisaje para la distracción. Pero si bien se piensa es más inquietante pensar en quien es uno para ellos. ¿Me miran? ¿Cómo me ven? O mejor aún, más preciso: ¿Que ven?

Es con el discurrir del tiempo, cuando se han convertido en imágenes fijas, guardadas en la memoria del disco duro, cuando empiezan a disfrutar de cierta familiaridad. No solamente por que se han recortado y ta vez ajustado luces y contrastes, lo que ya de por sí entraña una cierta convivencia, sino porque son las que han sobrevivido de una liquidación no exenta de dudas y dolorosas decisiones: se trata de no guardar todas las fotos que se hacen, sino algunas solamente. Es por algo más, por el hábito que tiene el hombre del Prado de mirar de vez en cuando su colección de fotografías y repasarlas, acodándose en la ventana de la vista de hoy y de la memoria. Cada una de ellas tiene un momento que se puede rememorar, un momento corto, el clic del disparo, o un momento largo, que es el recordatorio del paseo en su extensión, un momento hecho de momentos, unos detrás de otros. Por lo que sea se han vuelto familiares.

Siguen siendo lo que eran, no han construido historias sobre ellas, no se han adornado de significados ocultos, sino que se han apoderado de un gesto y una actitud que se refleja en el espectador. El coleccionista de fotografías puede acabar convertido en esclavo de pequeños arquetipos sugeridos por la mirada sobre la imagen. Cual si se hubiera producido una osmosis entre el actor y el espectador, aunque no se sepa bien quien es el uno y quien el otro, la muchacha que camina bajo el paraguas produce tristeza; el japonés que se detiene para consultar el plano un aire de estética flamenca; la pareja con la mendiga el equilibrio entre lo bonito y lo feo; la mujer que sale del restaurante parece que se enfrente a su yo que no lo es; la pareja sentada en el mismo sitio inician el largo camino de la incomunicación; y al hombre que lleva la mano al pecho parece que va a dolerle el corazón. Todo es incertidumbre, lo patético de lo incierto es que podría ser verdad. Y con todo ello, el Hombre del Prado los tiene cautivos en sus ficheros para sacarlos a la vista de vez en cuando.

Aquella mañana, desde la ventana del hotel, pensaba que había nacido y vivido a unos ochocientos metros de ese lugar que conservando la misma arquitectura urbana le resultaba ahora desconocido pero familiar. Era consciente de que para reconocer el sitio y rehabitarlo, debía apelar a la memoria, no al recuerdo de la arquitectura, sino al suyo allí, situarse en el lugar y convertirse en una figura en medio del paisaje urbano. Sobreponiendo las dos imágenes, el Paseo de Gracia volvía ser suyo. Mientras contemplaba el cruce tenía la sensación de que el único interés que podía sentir era aquel que le despertaban las figuras anónimas a las que haría suyas enfocando la cámara, acercándolas con el teleobjetivo y enfocando con la mejor precisión posible, que ya sus ojos tiene dudas, y presionando con el dedo índice de la mano derecha sobre el botón del disparador. Cada presión una captura; cada captura un secuestro.

Una pregunta sirve de colofón a todo lo escrito: ¿Y ellos? ¿Algunos de ellos le habrá visto a él? ¿Y cómo?

miércoles, 20 de enero de 2010

Los Túmulos Funerarios


Un rastro de vida, huellas de humanidad, el rastro de lo que está habitado antes de que todo se disuelva en una ruina. A menos de un kilómetro del pueblo en el que se tomaron estas dos fotografías, se mantiene cercado un túmulo prehistórico. El visitante que quiera verlo tendrá que caminar o conducir, por la ladera que sube a un altozano sobre el río, una distancia de un par de kilómetros. El desvío está señalado con un giro a la izquierda según se llega desde Urraca Miguel, por una pista que es un barrizal por causa de las lluvias y la nieve, que se ha deshecho. Entre los dos pueblos solo existe este camino directo, que ninguna administración se ha ocupado en asfaltar. El camino por carretera moderna obliga a llegar a la general de Ávila, girar en dirección a Madrid y tomar luego un desvío a la derecha, que sí conduce a Mediana.

El coche patina, las ruedas despiden pegotes de fango, en algún repecho parece dudar la tracción si seguir o no, el cielo encapotado oscurece el paisaje que se abre a los pies en una insólita amplitud y en lo alto, el cercado que guarda los restos se planta en el lateral que inicia una amplia meseta en la que manchas de arbolado invernal se diseminan entre el pastizal. Los responsables arqueológicos de la provincia han cuidado de señalar con precisión: Túmulo Funerario Prehistórico. En él se explica lo que fue. Ahora es una círculo de hierba, preciso, que se eleva desde el borde al nivel del suelo, hasta el vértice, no más de sesenta o setenta centímetros de altura. Es solamente eso, una mínima elevación, dos metros de diámetro a lo sumo. Sobre él cabe suponer un suelo de pizarras, un muro de piedra, un techado, una cámara funeraria. La base es la única huella: tierra apisonada y hierba.

Hace muchos años, sobre los 50, el Hombre del Prado visitaba en el Pueblo Español de Barcelona, una reproducción de una masia catalana: maniquiés y decorados trataban de mostrar al visitante una reproducción de lo que era el campo, o la vida en el campo. Estaba todo, con prolijo detalle. Aperos de labranza, herramientas, utensilios de cocina, ropas, todo lo que era en detalle el paisaje hogareño de otros tiempos. Más o menos, cuando se construyó aquel lugar en la montaña de Montjuich, Julio Camba escribia aquella estupenda greguería: "el campo es el lugar en que los pollos corren crudos". Ya entonces se entendía que una forma de vivir en el campo iba quedando arrumbada para los museos.

Mediados los 80, visitó una isla en Noruega, en la que se conservaba un antiguo pueblo de bacaladeros. Todo estaba como estuvo, calles, casas, también maniquies, mobiliario, todo era un rastro del pasado, en esta ocasión con objetos originales. Las prensas y los secaderos para los lomos del pescado, los bidones para el aceite, las camas de madera, literas toscas y una sobria decoración hija de la pobreza. Un guía iba desgranando aquella manera de vivir que ya era pasado, en un tiempo presente en que la extracción de petroleo en el mar del Norte y las granjas de salmón, trasnformaban al país y lo metían de lleno en la modernidad cosmopolita. El abuelo del joven noruego había sido uno de los habitantes de aquella isla. Ibar Scholberg, que le acompañaba, le explicó como había nacido en las Lofoten y podido alcanzar a ver parte de esa vida, metida ahora en la burbuja de la visita turística. La madre, octogenaria, vivía todavía allí y había cambiado la vieja casa por una magnífica residencia de los servicios sociales.

Ante la fachada en ruínas que se encuentra en la plaza de Mediana, se acordó de toda esto, o sentó las bases para que el recuerdo fluyera en el momento de sentarse a escribir. La puerta y la ventana nada ocultan, nada dejan de mostrar aunque nadie observe ya los interiores, desnudos del todo, aires herrumbosos de lo que fue. Una fachada así no puede menos que suscitarle una enorme melancolía, que es la que produce asomarse a lo triste: lo triste sin historia, sin contenido, lo triste como reflejo mecánico de una visión. Se trata del orgulloso aire de la ruina enhiesta todavía, que si no da con ella en tierra una máquina, o un plan de urbanismo, se mantendrá por los tiempos venideros hasta quedar señalizada como el milenario túmulo funerario.

Dio entonces en pensar que hace miles de años, o cientos, muchos, váyase a saber, que el campo está muriendo de vejez, solamente de vejez. Y se van dejando rastros de lo que fue, no sabe muy bien el Hombre del Prado para qué, a santo de qué esta mania de señalarlo todo y datarlo, empeñados en que siga siendo lo que siempre ha sido: el constante convertirse en una ruína abandonada.

Saliendo de la Plaza Mayor una fachada muestra al sol una colada extendida esperando con paciencia el secado. Un gato blanco se arrebuja contra la puerta. La visión le parece idílica. Hay vida, se dice, todavía hay vida aquí.

lunes, 18 de enero de 2010

Urraca Miguel




Urraca Miguel es un pueblo que no está abandonado, no en la medida en que viven algunos y otros vienen en verano: entonces se llena de almas. Casi todos son las almas que se fueron, a hacerse capitalinos, aquí y ahora no son ni lo uno ni lo otro. No son los forasteros que por siempres erán desconocidos, pero casi. La gente cambia con los traslados, pierde la esencia, aunque de ésta poco se sabe.

Está al borde de una carretera que fue nacional, de Madrid a Ávila, y que se conserva como si desde el tiempo en que la Mesta la tomaba como una avenida de norte a sur en invierno, y al revés en estío, los cambios se hubieran producido por la acción tenaz del paso del tiempo , ayudada escasamente por la mano transformadora del hombre. La carretera es una línea rectilínea, de suaves repechos que de inmediato ofrecen el descenso, una ondulada visión placentera que muestra un asfalto herido por hielos y nieves. Poco discurrida por coches , se ve cortada en perpendicular en la mitad del valle por otra que une las sierras, de collado a collado. En las crestas se alinean los campos de molinos, que a nadie asustan por mucho que giren sus brazos.

Para llegar a Urraca Miguel hay que tomar un desvío a la derecha según se va hacia Ávila y subir por las estribaciones de la sierra. Poco se sube, la verdad, pocos cientos de metros de carretera que viene a morir en una mbocadura de callejas donde se forma una especie de mesetilla en la que el pueblo se afianza en tierra, raices de piedra hundidas con la tozudez mineral que, instalada por el hombre, ha encontrado el lugar para quedar por tiempo, un largo tiempo con vocación de eterno.


Alguien habrá, pero no se ve a nadie; estos pueblos ahora son reinos vacíos. ni una voz habita en este silencio; ni un paso susurra en callejas estrechas que discurren entre tapias heridas por la vejez malllevada, faltas del afeite de la cal, o el revoco. El silencio absoluto está hecho por pequeños sonidos que a fuerza de ser habituales llegan a ser imperceptibles. El bostezar de un perro, el vrujir de algo, un viento encajonado o una ventana que se abre y se cierra llevada por aquel. Silencio al fin, profundo y absoluto.

No tiene plaza, aunque ésta debe de hacer las veces, porque contiene la iglesia y una casa señorial. Es un espacio trazado por la casualidad que se abre mínimamente, no por reunir al paisanaje sino porque allí confluyen calles. Estas plazas hacen las veces de piedra clave de la construcción y se podría pensar que si desaparecieran, todo el ensamblaje de casas y calles se vendría abajo en un revoltijo. No hay un bar a la vista. Ni un lugar de acogida donde entrar a dar los buenos días. Las calles, en curvas caprichosas entran y salen del conjunto de casas para venir a dar al lugar, que además, para hacer más dificil la estada, presenta una pendiente grande e incómoda. Hay bancos de madera, faroles, una cruz de piedra y dos calles en cuesta.

En lo alto del campanario se sobrepone un enorme nido de cigüeñas. En la fachada de la iglesia, la placa tenía algo escrito, ahora sólo rastros que hacen ilegible lo que fuera. Una cruz de piedra señala el final de un vía crucis o recuerda a los muertos de un lado en aquella guerra civil que fue, por aquí estuvo, en toda esta sierra que fue frente durante años.

Un viejo aparece volviendo una esquina y queda mirando al forastero. Ambos lo hacen, curiosidad recíproca, sin asomo de disimulo. Al cabo, el saludo es obligado, y enseguida una corta parada del primero que es bien recibida por el otro. Hay en estos encuentros del azar una indecisa actitud que las palabras confortan.

- ¿De paseo?

- Pues sí.

- No encontrará a nadie por aquí esta mañana.

- A nadie he visto, solamente a usted.

- Yo es que salgo cada mañana.

- Pero, ¿hay alguien más?

- Alguien queda.

Señala al nido de las cigüeñas.

- Ya han salido.

- ¿Ya?

- Si, salen cada mañana. Se van por ahí.

- ¿De paseo?

- Será, sino, ¿donde?

El forastero tose con una blanda, cargada de flemas; es la irritación que le causa el fumar y que se agudiza cuando llega el frío del invierno. Por eso estos días no enciende la pipa más que una o dos veces al día, por tenerla en la boca y sentir el suave y tibio humo del tabaco. El viejo, cuando la oye, sonríe y dice:

- Esa tos…

- Si, es por el fumar y el invierno.

- A algunos de los que están allí les he oído yo ese toser.

Señala al recinto cerrado por una tapia que está añadido al cuerpo de la iglesia. Debe ser, piensa el Hombre del Prado, el antiguo cementerio, que el nuevo está en la parte alta del pueblo y se divisa desde allí mismo. Le parece una broma, si es que ha entendido bien, porque el viejo ha empezado a caminar y la voz se va con él mientras cruza la plaza. Arrastra los pies y eso es un estruendo.

- Pues venga, a cuidarse.

- Adiós – dice el Hombre del Prado.

- Con Dios – dice el otro, que llega ya a embocar la calle en que descansan dos perros.

Las fachadas de las casas que mantienen alguna prestancia, conviven con las ruínas de las otras, y entre ellas las coichiqueras abren su espacio, de altura reducida y con el orden de tejas hecho armonía. Por ese corredor estrecho embocarían antes las ovejas para pasar la noche dentro. Cae el Hombre del Prado que no ha oído un sonido de ganado, que la tierra es de eso, ovejas y vacas para carne. Algunos que se refieren al ayer ompreciso, dicen que en todo el pastizal que es la larga nacional, el bovino era incontable: ahora no, aparece disperso. En el próximo pueblo, Mediana, se encontrará al entrar con una hato de ovejas y eso le alegrará la vista: aquí no se ven, ni se oyen.

Despacioso, camina calle arriba hacia el coche. Una puerta de madera de mal pintados azules y verdes ofrece un toque de color, una declaración de modernidad, piensa con humor.


Calle arriba el pueblo se desvanece en la era, donde unos chopos forman un hermoso paisaje, un equilibrio visual para el espíritu. Toma un camino encharcado y sigue subiendo. Amenaza lluvia, el cielo se encapota cada vez más y la luz se apaga, aunque sean solamente las doce del mediodía.


NOTA AL FINAL: Al fijar la atención en la fotografía de la calle, con la casa blanca frente a la que toman el sol los dos perros, desvubre en el portón practicable de la entrada a una mujer, que invisible para él durante su visita, fue seguramente quien cerró la ventana al reparar en el forastero. Los habitantes se asoman a las fotografías, invisibles para los forasteror.