lunes, 28 de septiembre de 2009

Frases y frases

San Agustín escribió que "la memoria es el presente de las cosas pasadas". Malraux dijo también que "lo importante de la vida es que se transforma en conciencia". Tomás de Aquino dijo que mirar atentamente las imágenes pintadas en las iglesias era "escuchar con los ojos". Lucrecio veía entre dos piedras en la calle, reflejada el agüilla sucia, "la honda grieta del cielo". Shakespeare hace exclamar a Machbet aquella enormidad de "Machbeth ha matado al sueño" y Calderón sentencia que "toda la vida es sueño y los sueños sueños son". Todas las frases, dentro o fuera de contexto, son solamente un punto de partida. Como referencia cultural se agostan enseguida, amarillean en un yermo sin sentido, como queda el campo en barbecho. ¿Qué importa adornarse de frases si lo que esconden es la misma vacuidad?

Un punto de partida hacia lugares insospechados. Detrás de todo hay un juego. Reuerda el del Prado al escribir esto su fascinación de joven cuando leyó El Juego de los Abalorios, de Herman Hesse.Todo parece un juego menos la vida villana de abajo, ladera abajo, a los pies del Castillo. Ese parecer se adorna de aislamiento. ¿Mirar es ver? Ya se sabe que no, pero, ¿mirar es ver? Y en cualquier caso, ¿ver qué? Recuerda el del Prado la fascinación que de joven sentía hacia las frases de los otros. Caminar con la mano de Camus en el hombro, o el guiño maléfico de Sartre en el oído, redimía de la inseguridad y cimentaba la subida al castillo. Sabe quien cita, piensan los villanos. Se trata del juego del apartamiento que en su solo enunciado ya anuncia la victoria, pues solo los que lo practican están preparados para jugarlo, y ¿quien querría renunciar a tal altura?

El de Aquino quería que quienes podían escuchar con los ojos, aprendieran el camino. No dijo leer con los ojos, que quedaba fuera del alcance de los tiempos, sino escuchar, porque todo el magisterio depende de la presencia del magister, que no siempre puede estar. Queda su voz en las paredes del templo, el gesto ampuloso de su brazo en la predicación es el del apóstol en la cena. Cpn cada frase un púlpito; delante un rústico. Tal vez en la soledad de la novena, escuchando con los ojos, resuena en el vacío de la nave el eco de la voz, amortiguada, apagada por la ausencia del que sabe, el único que sabe. Un eco como una impronta que es lo que queda en algunas paredes de iglesias. El eco, la impronta, la huella: la frase. Detrás de cada una, una intención y una lectura: un tiempo para pensar. Pintura eco, frase, memoria, antídotos contra el horror vacui de la vida, o del transitar por ella. Pensar, dar vueltas a las cosas o dejar que ellas nos bailen una danza de supercherías, o de certidumbres, ¿qué más da? Pensar... Y ¿que es pensar sino ordenar el caos?



miércoles, 23 de septiembre de 2009

Escribió una vez "creyó encontrar el absoluto y se sintió anonadado". Repasando papeles encuentra la frase y se detiene ante ella tratando de leerla de nuevo, más allá del significado que le diera en aquel momento de escribirla. Las palabras, en el momento de escribirlas llevado uno por el curso de la redacción, a veces torrencial, no proceden del diccionario sino del lenguaje común de cada día; no siempre significan lo que son, a veces se aproximan, otras se convierten en metáforas. El Hombre del Prado escribía sobre el absoluto y el anonadamiento, lo segundo como consecuencia de lo primero; y lo primero como vocación, impulso, más bien pulsión.

Si creyó encontrar el absoluto es porque lo buscaba, o sin buscarlo aspiraba a él. Lo absoluto, piensa ahora, es el todo.

1. tr. Reducir a la nada. U. t. c. prnl.

2. tr. Causar gran sorpresa o dejar muy desconcertado a alguien.

3. tr. Apocar, disminuir mucho algo.

4. tr. Humillar, abatir. U. t. c. prn

martes, 22 de septiembre de 2009

La levedad de la dicha

El dolor como límite. Pensar en lo epicúreo. La felicidad es la ausencia de dolor, de cualquier tipo: mientras se sufre no se puede ser feliz; ni dichoso, que no es la misma cosa.

Este dolor que inmoviliza al Hombre del Prado es benévolo, compañero malhumorado dispuesto a renunciar a su imperio en cuanto las condiciones del cuerpo vuelven a ser las que deben de ser: la espalda apoyada en cojines, el brazo arrebujado en el costado, un pañuelo por cabestrillo y relajación mental para no aspirar al movimiento continuo al que conduce la inquietud. Puede uno moverse, ir de aquí allá, pero no más de un minuto porque entonces avisa como el tutor pendiente del niño: ¡que te sientes, he dicho! Igual que un pescozón, pero más lacerante, en el omóplato, en la parte alta del costillar.

Aparece el sufrimiento pero el cojín blando y adaptable a la espalda lo borra en instantes. ¿Se comprende la felicidad entonces? Claro que sí, es justamente eso. Y mientras tanto el jardín se ofrece, un espacio de él, lo suficiente, para convertirse en el del Edén, transformación ante los ojos que abandonan las páginas del libro para ensimismarse en dalias y crisantemos que se enseñorean del aire con su color. Los jardines conventuales repetían la idea del Jardín como paraíso terrenal y desde el claustro podía uno ensimismarse en esa reproducción de la naturaleza perfecta: el jardín cerrado, el propio espacio de la vida más plácida. A veces los ojos son felices, piensa el Hombre del Prado, parecen independizarse del resto del cuerpo y se llenan de algo así como dicha, un íntimo y feliz sentimiento, como si fueran capaces de entender que no son sólamente trasmisores sino los primeros en disfrutar de la visión más benéfica.

Samuel
N... contaba ayer la opinión de un amigo: o se es rico o lo mejor es retirarse a un convento. Rieron ambos ante el diletantismo extremo, o el esnobismo, del padre de la frase, que es además un hombre rico. Siendo rico puede uno despreciar muchísimas cosas, la humildad es barata; la que es cara es la del pobre, tanto que a veces es incluso humillante. El Hombre del Prado dijo que lo indicado para la felicidad es la dorada mediocridad, aquel estar de Horacio, por el que un buen pasar con lo justo, la justa ambición, es el todo a que se debe aspirar. Otra vez lo epicúreo.

Entonces, este dolor lacerante que se controla, los calmantes ayudan naturalmente, y cesa en cuando se alcanza el reposo, ofrecen el límite del territorio al que no se debe entrar. Cada día un poco más de movimiento, el arco de la mano es más amplio, el teclado está ahora al alcance de diez dedos, la butaca frente al jardín recibe el sol a través de la cristalera, la luz es una bendición y el leve, apenas una huella del dolor que permanece en el hombro recuerda al Hombre del Prado la levedad de la dicha.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Los laberintos de lo real.


Entre las dos imágenes el tiempo ha edificado laberintos en los que la realidad se pierde. El viajero que trata de ver lo que ve, que no siempre es fácil, puede perderse en ello si resulta que se aferra a la visión que los ojos trasladan al cerebro y la hace suya seguro de que está viendo, no solamente lo que es, sino lo que ha sido. Una ermita como ésta es a un tiempo la que se ve y todas aquellas ermitas que han sido en el tiempo. Como una persona, que es la que parece hoy pero que ha sido todas aquellas que la han ido construyendo, quedándose en estge proceso fijas o diluyéndose como materiales efímeros. Nada puede explicarse por lo que es y al cabo viene uno a perderse en la rueda del tiempo, excita su imaginación y construye fantasías que conturban su ánimo.

Esta capilla es explicada por una cronología que se sobrepone, capa sobre capa, hasta amalgamarse, dejando ver cada una en un transparencia la impronta de la inferior. Las dos imágenes que encabezan este escrito pertenecen a la realidad del presente: la de la izquierda es la del interior de la capilla tal y como hoy se encuentra; la de la derecha es la versión infográfica de lo que debió ser a partir de mediados del siglo XII, que es cuando se estima que se pintaron los frescos. Puesto que las improntas o huellas de dibujo y color de lo que se arrancó en el expolio de 1925, están bien definidas, cabe dar por bueno el trabajo de la reproducción, que como imperfecciónm sensible a la observación deja de lado la patina del tiempo, el desgaste y la autodestrucción que convirten la visión de la ruina en cosa poética. En el siglo XII, estabilizada la frontera, el interior de la capilla se asemejaba a esta representación. Pero en el X no.

La fábrica exterior no es ni siquiera románica, o no lo que entendemos por ello: no hay arquería ni nartex. Son muros lisos, ninguna abertura; se supone que la construyeron mozárabes asentados en la zona que a la sazón cambinaba con frecuencia de mano. Nada sabemos de la decoración interior, pero si de su estructura arquitéctonica que es la que ha quedado. Una mezquita que se apoya en la cueva del eremita primero. ¿O no es una mezquita? En ese ser posible, o en su no ser, radica el misterio.

¿Qué sentido tienen esa galerias formadas por los arcos, cinco de frente, cuatro de fondo, que llevan el pensamiento a sugerencias cordobesas? El profano se apoya siempre en representaciones guardadas en su conocimiento, acudiendo a semejanzas que puedan explicar lo que se desconoce. Aquí cuesta pensar que no lo fuera, que no tuviera esa función, pero por lo mismo, dentro de los cánones de la intolerancia ntre religiones, ¿a qué el ábside y la sala abierta con el altar? El primero pudo ser añadido, es otro cuerpo unido por un arco, pero la sala que le precede y que es nave eclesial no, porque toda ella, que es la mitad del espacio, así como la zona que parece mezquita, están bajo el pilar central que distribuye el soporte de la techumbre. Mezquita y nave de iglesia son la misma planta continuada separada por el cobijante teho de una hermosa palmera africana, no cabe duda alguna. Se diría que ninguna conquista, de un lado u otro, osó destruir la otra funcionalidad religiosa, y eso extraña.

La imagen de la izquierda muestra el espacio en su vacío constructivo y nos lleva a lo que debió ser en sus inicios. Aunque no se ve bien en la foto, tras el pilar, un arco más, unido a las galerías podía ser una especie de mirhab. En ese caso, si se atiende al eje de la planta, los fieles del islam mirarían al noreste, el actual, igual que los cristianos, pues el ábside está en esa misma dirección. Y el coro alto sobre las galerías de arcos, ¿no sería el lugar para las mujeres de la comunidad de vecinos? En ese tiempo oscuro entre el X y el XII, ¿que era este edificio del que lo único sobre lo que no cabe duda es su carácter religioso? ¿Un lugar para orar abierto a dos confesiones? Ninguna más se ha encontrado en la geografía española. En Córdoba, antes de construirse la mezquita en su primera fase, el Islam compró a los cristianos el uso de media basílica, aunque finalmente arrambló con todo y levantó ese prodigio único que ahora visitamos.

Laberintos de la realidad que quedan en el espacio nuestro como aquel monolito inexplicable que plantó Kubrick en "2001". Tal vez premonición de un futuro al que se debería tender. Ciencia ficción, tal vez...

viernes, 18 de septiembre de 2009

La magia de lo ignorado


No es una pequeñez sino un deslumbramiento. En la ladera pelada que sube reptando sobre un celaje de intenso azul cielo, la fábrica de la ermita se mantiene solitaria, de muros ciegos, una ventana en el plano que corresponde a un ábside y un hermoso arco de herradura por única entrada. Tanta soledad, esterilidad, tal simpleza en la composición que es de suyo tan magnífica y absoluta en ello, no lo eran en un principio, sino que entonces, en tiempos de romances de armas, de yermo fronterizo entre el islam y lo cristiano, el bosque cubría esta ladera y a la ermita la acompañaban las dependencias de un cenobio.



Hay quien ha escrito que es la más musulmana de las construcciones de frontera y debe ser así, levantada por mozárabes, no deja ver el exterior, ni ver ni adivinar o simplemente sospechar, lo que da el interior cuando el visitante traspasa el arco y queda sobrecogido por un vasto espacio abierto en cuyo centro ofrece en mamposteria una enorme y soberbia palmera que abre en lo alto ocho ramas que soportan el techo al tiempo que esconden una abertura que parece sin razón, pero alguna tendría, que se abre paso por el bajo techado.



A un lado de la palmera una a modo de nave de mezquita inserta, cinco galerías de formadas por arcos que esconden la entrada a una cueva, lugar santo tal vez, o de eremita sería. Al otro lado una nave vacía se enfrentra a un ábside en cuyo interior se alojó un altar. En los muros queda hoy la impronta, huell,a de una total covertura de pinturas que reunían geometrías, bestiarios, escenas de cazas y temas religiosos. El fuste de la columna azul, con inumerables estrellas brillando. Se escribe impronta porque eso es lo que queda uando se arrebata la capa exterior de la pintura, que ahora se expone en Cincinatti, Chicago, y otros lugares de por alli. El expolío fue en 1925, cuando la ermita era ya monumento nacional.



Fue en el siglo X, cuando esta zona marcaba la frontera entre las dos culturas. Poco se sabe, casi nada, y a veces lo uno contradice lo otro, pero piensa el Hombre del Prado que saber poco, incluso ignorar lo esencial, conduce a más esenciales pensamientos, que habitan magias probables. Un mundo de sincretismo vago, poco conocido, podía recorrer esos lugares de frontera en los que entre uno y otro dios, uno y único, bondadoso y terrible, poca diferencia había.

Este encuentro fue veinticuatro horas antes de que el nuevo Saulo cayera del caballo. En San Baudelio de Berlanga, municipio de Casillas de Berlanga, en tierras de Soria.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

La caída de Saulo

Hace solamente unos días leía sobre Pablo y esa imagen que ha venido a convertirse en un símbolo de la conversión: la caída del caballo. No cabe dudar de la verosimilitud de la historia salvo en la interpretación de detalles más o menos mágicos: el rayo cegador, la voz de Cristo preguntando, etc. Lo cierto es que Pablo cayó del caballo cuando iba en misión de acoso de judíos cristianos, enviado a ello por la ortodoxia judía. La de Pablo es una figura gigantesca, desde la voluntad, desde el esfuerzo y desde la intención inteligente; también desde la imaginación que lo ha representado en frescos, tablas y tallas; se le suele representar como poseedor de un cuerpo robusto, fornido se diría, de talla superior a la media, un hombre de encarnadura nada mística, un hombre apabullante de verbo y presencia.

No dicen las crónicas testamentarias. ni sus abundantes cartas, sobre los posibles daños que le causara la caída del caballo a tan recia constitución. Algunos debieron ser, pues fue violenta. Basta imaginar el hecho: las monturas al paso o a un trote corto, despreocupados los jinetes, flojas las riendas, embebidos en sus pensamientos o en comentarios, por un camino que despreocupa... ¡Un rayo cegador y una voz atronadora! Cuanto menos uno de los caballos, él que recibe el prodigio de lleno, clava sus patas en tierra, recula, recibe la sacudida de la rienda del jinete que tira de ella, los caballos son muy asustadizos y entonces suelen desbocarse, que quiere decir que abandonan la disciplina del bocado. Negándose a la rienda, reculando sobre las patas viene a levantar despavorido las manos y echa el cuerpo a lo alto, el jinete cae hacia atrás, no tiene como sujetarse y en un instante es proyectado y cae de espaldas al suelo, las piernas en alto, de manera que son el costillar, los omoplatos, la columna, los que reciben el golpe.

Un golpe así tiene efectos, lo contrario sería milagroso: fracturas, luxaciones, magulladuras, traumatismos que poco a poco se han de enseñorear del cuerpo y del áoimo y exigen quietud y reposo entre dolores intensos. Tiempo, se necesita tiempo para recomponerse y ponerse en pie, y moverse. Tiempo en el que caben, además de dolerse, el gemido y el pensamiento. El tiempo en el que Pablo, dolido y magullado, debió alcanzar a comprender que estaba en el bando equivocado.

Viene esto a cuento porque sin prodigios añadidos ni cristianas intenciones, una yegua dulce y pacífica que responde al engañoso nombre de Furia, dejó de obedecer a la rienda que trataba de contener su querencia a volver a la cuadra y tomó por en medio del bosque a un vivo galope, esquivando el jinete como podía las ramas que cruzaban el camino y tratando de no perder los estribos, lo que al fin sucedió. Dió este con su cuerpo en tierra y allí quedó mirando las copas de los pinos esperando a que alguien llegara a socorrerle.

Así, con siete costillas fracturads, una astillada, la escápula del omoplato fracturada en su totalidad, el tabique nasal partido, atiborrado a calmantes desde hace unos diez días, después de cuatro en el hospital, el Hombre del Prado gime, se duele y piensa y se enfrenta al tiempo vacío de la recuperación, y se dice que no hay mal que por bien no venga, pues quiere contar cosas, de como ha llegado a esto, por ejemplo, y con una sola mano, aunque no, con solo dedo, escribirá sus posts.