Escribe
Kung en el libro
El Judaísmo (Editorial
Trotta), un párrafo que por sí solo justifica meterse en el berenjenal de leer las casi 600 páginas de este análisis sobre una de las tres religiones del libro, que concierne en todo a las otras dos; análisis que se refiere también al "Pueblo de Dios", que asimismo es concepto común del cristianismo y del islam. La frase dice así:
En toda la Biblia se entiende la fe... no como un "tener por verdadero" lo indemostrable, sino como una confianza inquebrantable en una promesa irrealizable por medios humanos, como fidelidad, como fiabilidad, como "amén"
No puede el Hombre del Prado meterse en estos asuntos de la fe con la seguridad de saber salir, ni siquiera airoso, ya que confía poco en sus capacidades; pero le salta a la vista, y se lo confirma el
Diccionario Etimológico Latín-Español, que fe es confianza y no creer sin ver. Si no existe una confianza en alguien, otro, dios, la fe religiosa no puede extender su red de certezas. Como éste párrafo se inserta en el suceso de
Abraham y la orden de Dios de sacrificar a su hijo Isaac, orden que finalmente revoca pues no es otra cosa que una prueba para ver hasta que punto el patriarca "confía" en aquel al que tiene ante sí, que tiene una entidad y le habla, la confianza que es la fe se evidencia como la confianza en el otro que está ante él.
Mircea Eliade, en su sorprendente y para quien esto escribe fantástico Mito del Eterno Retorno, inserta el hecho bíblico en la costumbre entre las sociedades de la época y lugar en practicar el sacrificio del primogénito como una forma de realimentar a dioses agostados por los beneficios concedidos a los hombres en ese perpetuo ciclo de retorno al inicio, el suceso adquiere a los ojos del Hombre del Prado un carácter menos salvaje de inhumano de
lo que en un principio y ateniéndose uno a la simple lectura del pasaje bíblico pudiera parecer.
Volverá
probablemente en algún post de este
blog al tema de fe igual a confianza antes que aceptación ciega, pero para dejar lo expuesto claro baste un ejemplo: un padre tiene fe en su hijo no porque "crea" en su rectitud moral, sino porque confía en que es portador de esa rectitud. El matiz,
probablemente, sea producto de la
neurosis intelectual del Hombre del Prado, pero en función de ella, le parece sumamente importante como para aplicarlo al lenguaje. Son los
descubrimientos mínimos de la vida.
Hace unos días, en el dentista, en el que cabe confiar para ir, que si no se iría, cuando sucedió un hecho que es solamente anécdota ligera y graciosa, pero que en el fondo está teñido su contenido de cuanto hasta aquí se ha expuesto. Las visitas al cirujano
maxilofacial, titulación más terrible aún que la simple de dentista, como a cualquier otro médico a los que asiste con regularidad, va siempre acompañada de uno o dos libros de bolsillo: la espera se hace más grata, el tiempo discurre oculto y uno se distrae sin pensar en la anestesia dolorosa o la angustia del esfuerzo por conseguir la extracción. En este caso uno de los dos
libritos era
El Ocaso de los Ídolos de
Nietzsche. De la
relectura de este autor tiene parte de responsabilidad
Gregorio Luri, que en una tarde apacible en la
cafetería del
Palace de Madrid, se explayó en el placer que causa releer a un autor al que se suele haber leído en la juventud y al que se cita a menudo en la vejez.
Una figura oscura se sentó junto al del Prado y fijó su atención en la portada del libro tratando de leer el título. Era un sacerdote joven, hombre de cuidada apariencia, bien peinado y sobria y
elegantemente vestido con un terno casi negro, camisa gris marengo y alzacuellos impecable. Su rostro mostraba un distante tono irónico, casi
media sonrisa apenas esbozada: el del Prado pensó para sí que estaba ante un futuro cardenal, tan romano le parecía, tan inserto en la exquisita forma de la administración
eclesial.
Nietzscha, caramba... - le dijo.
¿Lo ha leído usted?, preguntó quien esto escribe.
Si, claro, para añadir de inmediato,
tuvo serios problemas con las mujeres y con la Iglesia. La respuesta parecía obligada:
Yo creo que casi todos los hombres tienen problemas con ambas, yo mismo... Se echó a
reir el joven sacerdote.
Claro, claro... Le sugiero que lea la primera encíclica del Papa Benedicto XVI. Y el lector:
¿Por...? El sacerdote:
Es una respuesta a Nietzsche. Dijo l Hombre del Prado que por el momento prefería responder al filósofo alemán él mismo. No mencionó que sí había leído aquella encíclica llevado por la curiosidad.
Hay, siguió el sacerdote adoptando el tono doctoral que
probablemente estaba buscando desde el inicio de la
conversación y en el que llevado por la naturaleza de su oficio debía sentirse cómodo,
otros muchos filósofos más convincentes. Esperaba la pregunta consiguiente y el del Prado picó el anzuelo:
¿Por ejemplo? Instalado el joven un territorio que rayaba en lo
confidencial como cabe
esperar de quien se maneja bien en estos diálogos, esbozó un gesto vago con la mano en el aire...
Por ejemplo, Zubiri. ¿Qué le parece Zubiri? Que le costaba entenderlo, que le interesaba poco, que le resultaba árido y lo que era lo más importante, que leer a
Zubir sin la angustia de creer en Dios o de aspirar a creer en Dios, le parecía superfluo, contestó.
Buscar a Dios nunca es superfluo, musitó el joven...
Toda búsqueda resume una necesidad, afirmó el del Prado.
Verá, siguió el joven sacerdote,
a Nietzsche se le lee para rebatirlo porque se está en el camino de la fe, o para darse fuerzas de convicción porque se ha abandonado ese camino.
¿A quien más le gusta leer? Citó varios nombres, la lista era corta; a cada nombre el sacerdote esbozaba una sonrisa y el gesto airoso y ligero de apartar en el aire aquellas presencias del lenguaje.
Es el camino que aparta de la fe, cada uno de ellos un poco más lejos... Si se desanda se puede llegar de nuevo al punto de partida y seguir otro.No hubo respuesta posible porque la enfermera llamó al lector de
Nietszche al interior de la consulta. La realidad se impuso y debía encaminarse a la extracción de dos piezas dentales. Al levantarse y recoger libro y bolso de mano, se
volvío al sacerdote que había abandonado a su vez su asiento:
Ha sido un placer, le dijo tendiéndole la mano,
Luis Rivera,
lector... Y el otro:
Juan M..., Pater.