lunes, 31 de agosto de 2009

el valor capital de la vida reside en la transformación de ésta en conciencia

domingo, 30 de agosto de 2009

El absurdo en agosto

Un viaje corto de vacaciones con dos libros en la bolsa. Desde hace años no viaja nunca en agosto y mucho menos al mar; la costumbre se ha convertido en regla y por una vez la regla se ha convertido en esencial, pues se ha practicado la excepción: ha viajado invitado a pasar unos días a casa de unos amigos. No ha estado mal, pero tampoco bien: los imponderables de la salud han herido la libertad de acción del grupo. Como excepción también, pues nunca lo había hecho, en un restaurante en Porto Cristo la indignación por la cena que les estaban sirviendo le obligó a pedir la Hoja de Reclamaciones para dejar, ante todo, constancia del trato abusivo en cuanto a calidad al que habían sido sometidos: una bazofia a precio de oro. Negativa a presentar la Hoja, después a sellarla, después insultos de los camareros, una muchacha desde la cocina, saliendo a la carrera para gritarles, estupefactos, "si me echan será culpa de ustedes" y como traca final en la mesa vecina un grupo de nativos gritando que se marcharan a su tierra, que allí no pintaban nada, mientras el camarero mayor le insultaba llamándole "payaso" y "teatrero". El nombre del establecimiento: Restaurante Café Baixa Mar". Al día siguiente una sensación terrible de desaliento, como de resaca.

Las horas muertas se llenan de la lectura de los dos libros que le acompañaron: "El Judaísmo" de Hans Kung, por acabar, muy denso, lleno de historia y análisis: brillante; "El Demonio del Absoluto" de André Malraux", una biografía publicada ahora en español y en francés hace trece. Sorprende que el libro se escribiera cincuenta años antes, durante la Segunda Guerra Mundial, y quedara abandonado entre los papeles de un autor demasiado ocupado para acabarlo.

La lectura de este último libro es fascinante. No por la historia del Coronel Lawrence, del que existe otra gran biografía escrita en los años inmediatamente posteriores a su muerte por su amigo Robert Graves. También es ese un buen libro, escrito desde la mistad parece haber sido concebido como un homenaje, no solamente al personaje sino a la generación en la que surgió, cuando todavía el imperio podía dar de sí esa conjugación de seres animados por la fe y movidos por el esfuerzo más allá de los límites que se piensan son, en busca de los que se desconocen. El libro de Malraux está escrito desde el punto de vista del entomólogo, no solamente del insecto Lawrence sino del mundo en que se mueve en su totalidad, de las ideas que lo construyen, de los paradigmas establecidos y sobre todo, para el lector que lo lee ahora, de los paradigmas por llegar cincuenta años después.

Es fascinante leer el pormenorizado relato de los sucesos que se vivieron en El Heyaz, la Siria, la Mesopotamia y Palestina, entre 1917 y 1920, cuando la Conferencia Mundial convocada por una recién nacida Sociedad de Naciones, sancionó la dependencia del mundo árabe de las dos grandes potencias del momento. Se dejó de hablar de colonias, que no es sino la apropiación de un territorio por la fuerza para su explotación, por mandatos o dominios, que resume el interés en explotar determinadas facetas de índole estratégica o productiva del mismo, bajo la falacia bien intencionada de alegar su falta de madurez para ejercer el autogobierno.

Dejando aparte la maravillosa película de David Lean, y lo es por muchas razones entre las que no es la menor su síntesis narrativa de una Historia de los acontecimientos políticos que, pese a ser síntesis muestra hechos ciertos; pero es película y todo cuanto se pueda intuir de ella es análisis de cada espectador; dejándola aparte pues, el acercamiento a Lawrence que hace Malraux es de una complejidad asombrosa y resulta igualmente asombroso pensar en el trabajo intelectual que el autor desarrolló para mostrar a un personaje que fue mucho más complejo de lo que podía parecer a simple vista, y mucho más simple de lo que se puede pensar a base de elucubrar.

No era Lawrence de Arabia, como no se es Roldán o Sigfrido, escribe Malrauz. Su persona sólo podía decepcionar.Ningún ser vivo está a la altura de su leyenda." Y un poco más adelante. "Pero Lawrence no creía en la redención, sino en el pecado, en la gracia sino en la acusación dostoievkiana, en el eterno retorno sino en la acusación nietzscheana." Los tres libros preferidos del coronel fueron Moby Dick, Karamazov y Zaratrusta: (evangelios de la soledad, dice Malraux), tratados magistrales de la búsqueda del hombre y de su comparecencia ante Dios, hijo de él al fin y al cabo. Este es un hombre que se desprecia a sí mismo, que se sabe culpable y por ende vive en la esclavitud... ¿Quien no es capaz de calibrar más lúcidamente que en sí mismo el dolor y la verguenza?... La conciencia más profunda del hombre pasa a ser entonces la de lo irremediable, la de su esclavitud. ¿Qué otro sentido que el absurdo puede tener el universo para unas Danaides?" Condenadas estas a llenar de agua sin pausa, un barril sin fondo, nunca alcanzarán redención alguna. El mismo absurdo al que se enfrentaba Lawrence cada vez que pensaba en sí mismo: "El buitre desgarra a Prometeo porque Prometeo quiso entregar el fuego a los hombres. Pero quiso entregarles el fuego porque los amaba. Lawrence no amaba realmente a los árabes, y él lo sabía."

Todas estas citas son de un solo capítulo, el XXXI. En el libro hay mucho más y su sola lectura redime de aquella noche terrible de Porto Cristo, en que tratados como extranjeros, fue conminado el grupo de amigos a irse a su tierra, por haber despertado la ira de unos indígenas celosos de lo suyo. ¡Que cerca todo, lo rídiculo de lo profundo, lo cotidiano y lo inesperado! ¡Que enorme absurdo!

martes, 18 de agosto de 2009

Y dos...

Dejar pasar el tiempo ahora que parece que el estío toma el derrotero del calor, sentarse a la sombra, no a cualquier sombra, y pensar, no cualquier cosa, pero pensar; es lo que aconseja el tedio que conlleva consigo el verano. En lo de la sombra y el pensar conviene ser elitista cuando se puede elegir, si no, viene a dar lo mismo. En este caso se trata de la sombra de un arce que en cinco años se ha convertido en el más generoso de los árboles del jardín y expande un sombrajo para molestar al sol que al caer la tarde avanza hacia el sur, se alarga más aún, y se convierte en una franja fresca en la que bien caben varias sillas y una buena conversación. Y si no es esta la que se tiene a mano, llega lo de pensar y tiene el bosquimano pendiente la segunda parte del asunto de la vergüenza pública, el ser y el parecer...

El tema se ve con ojos de simpleza y este espectador trata por todos los medios de no contaminarse con simpatías o antipatías previas, que es lo que hay por lo común. Él estaría de acuerdo en simpatizar con quien dijera la verdad, o quien tuviera las manos limpias y el alma también, y en este caso preferiría que fuera la última, que en su abstracción es más convincente que las extremidades. Pero, ¿cómo saber quien dice la verdad? Pues las afirmaciones proceden de una y otra bandería y son diferentes, pues más que afirmar la razón o sinrazón del tema principal suelen apuntar a otras derivaciones que se alejan de aquel y como en los jardines de senderos que se bifurcan, nunca llegan a destino. Cabe llegar a la conclusión de que ciertamente es posible, solamente posible, aunque muy posible, que en todo haya un poco de verdad y quien dispone del poder lo ejerce de manera excesiva en el uso de los medios a su alcance, para lo que sea, mientras que quien tiene en su casa la sospecha insidiosa pero muy plausible de corrupción sea a fin de cuentas un corrupto aunque adopte una expresión de perpleja inocencia.

Y he aquí a una población dirigida en discutir la acusación que le conviene, mientras el sujeto que es causa de parte de este embrollo, y que es Presidente de una porción de Estado, se d eclara inocente porque un auto le exculpa en circunstancias, cuando menos cercanas a una probable prevaricación, de una causa principal y de poca entidad mientras que de una de muchísima entidad ni siquiera dará cuenta, ya que si no hay causa no ha mentido, y si no ha mentido todos los demás son unos cretinos.

Pero se está entre amigos y no hay manera de eludir la discusión de parte; no hay manera de no entender que mientras el ciudadano entra en estas querellas y defiende a capa y espada la opinión en la que tiene fe pero cuya razón ignora, aquel sujeto importante asume que parecer inocente es al final una certeza absoluta y de esa guisa se complace en aparecer. Sucede que en este paisaje veraniego, conviene hablar de cualquier cosa para matar los anocheceres, que es lo mejor que tiene la vida para ofrecer en estos momentos. Algo que picar en torno a una mesa sombreada, una bebida fresca, un poco de aire que corre entre rosales y abedules, de los que dice Anatoly que son más hermosos y grandes que los que se trajo él de su madrecita Rusia y eso le indigna tanto que parece enfurecido, aunque la inefable y encantadora Valentina se ríe de su furia y dice en voz baja que es porque no es ruso, no, que sea así de rudo y tempestuoso es por causa de ser checheno.

Conviene hablar de cualquier pensando que en el caso que se menciona, como dijo el filósofo, "cosas del corazón que la razón no siente"...

martes, 11 de agosto de 2009

Una reflexión sobre un presidente y varios políticos más.

Ser o parecer eran cosas diferentes para César y tenían su orden de aparición en el lenguaje: "además de serlo hay que parecerlo", vino a decir de su mujer, que había tenido un desliz, o parecía haberlo tenido a la vista de los demás, cuando permitió que el malicioso e infantil Clodio, que era un niño bien al que nada se le negaba, se metió en su casa vestido -o disfrazado de mujer- para tratar de seducirla a ella, que era la esposa del Sumo Pontífice, aunque también pudiera ser que a quien trataba de seducir fuera a otra más jovencita, o menos, ¿quien sabe?. Y el hecho no tenía nada de raro, podía ser solamente un asunto de cuernos, sencillo, si no fuera porque se convirtió en un asunto público.

En principio se trataba de entrar en la casa del Sumo Pontífice en el día en que se celebraba la festividad de la Bona Dea. Sólo mujeres. Entrada vedada a los hombres. Festividad presidida por la esposa del Pontífice, que era César. Cualquier cosa irregular que se produjera en ese ámbito, se convertía de inmediato en pública y para lo público rigen otras normas que para lo privado. Se trata de la moral, claro es, pero se trata de la moral que es cosa de todos, convención de todos. acuerdo entre todos, básicamente una norma de conducta basada en el respeto. Venía a decirse en Roma que la ley era la moral tradicional de los antepasados. Así pues, lo público tiene un patrón al que seguir y una matriz sobre la que posarse.

También existe otra dimensión de lo público, que aconteció después. Cicerón se lo analiza a Ático en carta más o menos en el tiempo de los hechos. Viene a decir que siendo un asunto desagradable, una vulneración de las costumbres, casi un acto sacrílego -y él era muy cuidadoso con todo ello- la irresponsabilidad del Senado había sido no dejarlo pasar como una chiquillada de aquel jovenzuelo que no hacía más que liarla y escandalizar allí por donde pasara. Después de todo todo el mundo conocía a los hermanos Clodios. Pues decía Cicerón que si se hubiera hecho la vista gorda y el asunto no hubiera llegado al Senado, donde Catón el puritano, azote de todo el mundo aprovechó para revolverlo todo, nada hubiera sucedido más allá del escándalo privado que se convierte en cotilleo. Una amiga del que escribe suele decir que cuando se está aburrido es bueno reunirse y criticar, que eso une mucho.

Las dos dimensiones de lo público tomaron al asunto por las riendas y lo desbocaron. Hoy se puede pensar que sin ese asunto que desató el odio entre Cicerón y Clodio, la historia de Roma hubiera cambiado. Pero la realidad, pues hay que atenerse a lo que de ella se sabe, es que César estableció una vara de medir: primero ser, luego parecer.

Y piensa el bosquimano mirando desde la linde del bosque que parece que hoy es diferente, que se ha invertido el orden y primero es parecer que ser poco importa. Y si parece y la justicia sanciona el parecer se es por decreto y no hay más que hablar.

lunes, 3 de agosto de 2009

Bosquimano

Este que vive en el bosque adaptado a él, y que desde la linde contempla otros mundos, es un bosquimano. Tiene su propia lengua y sus costumbres que le separan del resto. Existen los otros pero no les comprende. A fuerza de observarlos se acostumbra a seguir sus movimientos y a interpretar el estado de ánimo por la cadencia de su lenguaje. A lo largo de su vida advierte con admiración y con envidia que más allá de los árboles existen fascinaciones que no puede entender pero que ansía. Colores, brillos, sonidos. Es un salvaje, sí, pero no lo sabe. Cuando le capturan y maltratan no entiende que lo hacen porque es un salvaje; si le gritan en un idioma extraño repitiendo el mismo sonido no puede entender que no entender es cosa del salvaje que lleva dentro. Tiene miedo de lo que le pueda pasar si se aleja de la protección de las sombras que ofrecen las copas de los árboles. Es un ser inferior, pero no lo sabe. Ama, pero como aman los inferiores: desvergonzadamente tal vez; con toda probabilidad sin el menor pudor. Sea lo que sea lo que pueda hacer en la espesura, siempre será sospechoso de vicio o degeneración. ha aprendido a teñir su cara con la indiferencia y para pasar desapercebido saluda a diestra y siniestra con la mejor sonrisa. En el pueblo respeta el semáforo, cruza por el paso cebra y mira los escasos escaparates que ofrecen casi nada. Va y viene como una sombra, solo mira y ve y al cabo vuelve al bosque.

El único bosquimano que recuerda haber visto lo fue encerrado una caja de cristal en el Museo de Banyoles. Era entonces un muchacho y pasaba allí unos días de veraneo. No sintió maltratada su moral o violado su pudor al detenerse frente a la vitrina y observar con todo detalle aquel despojo momificado, un cuerpo convertido en nadie, vaciado de identidad, bautizado con la milagrosa identidad de una etiqueta adosada a la madera de su encierro. El paso de alguien a cosa depende de una catalogación y de los ojos del observador, pero sobre todo de una etiqueta. Sin ella todo se resume en ser ninguno.

domingo, 2 de agosto de 2009

La fe, el dentista y el pater

Escribe Kung en el libro El Judaísmo (Editorial Trotta), un párrafo que por sí solo justifica meterse en el berenjenal de leer las casi 600 páginas de este análisis sobre una de las tres religiones del libro, que concierne en todo a las otras dos; análisis que se refiere también al "Pueblo de Dios", que asimismo es concepto común del cristianismo y del islam. La frase dice así:
En toda la Biblia se entiende la fe... no como un "tener por verdadero" lo indemostrable, sino como una confianza inquebrantable en una promesa irrealizable por medios humanos, como fidelidad, como fiabilidad, como "amén"
No puede el Hombre del Prado meterse en estos asuntos de la fe con la seguridad de saber salir, ni siquiera airoso, ya que confía poco en sus capacidades; pero le salta a la vista, y se lo confirma el Diccionario Etimológico Latín-Español, que fe es confianza y no creer sin ver. Si no existe una confianza en alguien, otro, dios, la fe religiosa no puede extender su red de certezas. Como éste párrafo se inserta en el suceso de Abraham y la orden de Dios de sacrificar a su hijo Isaac, orden que finalmente revoca pues no es otra cosa que una prueba para ver hasta que punto el patriarca "confía" en aquel al que tiene ante sí, que tiene una entidad y le habla, la confianza que es la fe se evidencia como la confianza en el otro que está ante él.

Mircea Eliade, en su sorprendente y para quien esto escribe fantástico Mito del Eterno Retorno, inserta el hecho bíblico en la costumbre entre las sociedades de la época y lugar en practicar el sacrificio del primogénito como una forma de realimentar a dioses agostados por los beneficios concedidos a los hombres en ese perpetuo ciclo de retorno al inicio, el suceso adquiere a los ojos del Hombre del Prado un carácter menos salvaje de inhumano de lo que en un principio y ateniéndose uno a la simple lectura del pasaje bíblico pudiera parecer.

Volverá probablemente en algún post de este blog al tema de fe igual a confianza antes que aceptación ciega, pero para dejar lo expuesto claro baste un ejemplo: un padre tiene fe en su hijo no porque "crea" en su rectitud moral, sino porque confía en que es portador de esa rectitud. El matiz, probablemente, sea producto de la neurosis intelectual del Hombre del Prado, pero en función de ella, le parece sumamente importante como para aplicarlo al lenguaje. Son los descubrimientos mínimos de la vida.

Hace unos días, en el dentista, en el que cabe confiar para ir, que si no se iría, cuando sucedió un hecho que es solamente anécdota ligera y graciosa, pero que en el fondo está teñido su contenido de cuanto hasta aquí se ha expuesto. Las visitas al cirujano maxilofacial, titulación más terrible aún que la simple de dentista, como a cualquier otro médico a los que asiste con regularidad, va siempre acompañada de uno o dos libros de bolsillo: la espera se hace más grata, el tiempo discurre oculto y uno se distrae sin pensar en la anestesia dolorosa o la angustia del esfuerzo por conseguir la extracción. En este caso uno de los dos libritos era El Ocaso de los Ídolos de Nietzsche. De la relectura de este autor tiene parte de responsabilidad Gregorio Luri, que en una tarde apacible en la cafetería del Palace de Madrid, se explayó en el placer que causa releer a un autor al que se suele haber leído en la juventud y al que se cita a menudo en la vejez.

Una figura oscura se sentó junto al del Prado y fijó su atención en la portada del libro tratando de leer el título. Era un sacerdote joven, hombre de cuidada apariencia, bien peinado y sobria y elegantemente vestido con un terno casi negro, camisa gris marengo y alzacuellos impecable. Su rostro mostraba un distante tono irónico, casi media sonrisa apenas esbozada: el del Prado pensó para sí que estaba ante un futuro cardenal, tan romano le parecía, tan inserto en la exquisita forma de la administración eclesial.

Nietzscha, caramba... - le dijo. ¿Lo ha leído usted?, preguntó quien esto escribe.Si, claro, para añadir de inmediato, tuvo serios problemas con las mujeres y con la Iglesia. La respuesta parecía obligada: Yo creo que casi todos los hombres tienen problemas con ambas, yo mismo... Se echó a reir el joven sacerdote. Claro, claro... Le sugiero que lea la primera encíclica del Papa Benedicto XVI. Y el lector: ¿Por...? El sacerdote: Es una respuesta a Nietzsche. Dijo l Hombre del Prado que por el momento prefería responder al filósofo alemán él mismo. No mencionó que sí había leído aquella encíclica llevado por la curiosidad. Hay, siguió el sacerdote adoptando el tono doctoral que probablemente estaba buscando desde el inicio de la conversación y en el que llevado por la naturaleza de su oficio debía sentirse cómodo, otros muchos filósofos más convincentes. Esperaba la pregunta consiguiente y el del Prado picó el anzuelo: ¿Por ejemplo? Instalado el joven un territorio que rayaba en lo confidencial como cabe esperar de quien se maneja bien en estos diálogos, esbozó un gesto vago con la mano en el aire... Por ejemplo, Zubiri. ¿Qué le parece Zubiri? Que le costaba entenderlo, que le interesaba poco, que le resultaba árido y lo que era lo más importante, que leer a Zubir sin la angustia de creer en Dios o de aspirar a creer en Dios, le parecía superfluo, contestó. Buscar a Dios nunca es superfluo, musitó el joven... Toda búsqueda resume una necesidad, afirmó el del Prado. Verá, siguió el joven sacerdote, a Nietzsche se le lee para rebatirlo porque se está en el camino de la fe, o para darse fuerzas de convicción porque se ha abandonado ese camino. ¿A quien más le gusta leer? Citó varios nombres, la lista era corta; a cada nombre el sacerdote esbozaba una sonrisa y el gesto airoso y ligero de apartar en el aire aquellas presencias del lenguaje. Es el camino que aparta de la fe, cada uno de ellos un poco más lejos... Si se desanda se puede llegar de nuevo al punto de partida y seguir otro.

No hubo respuesta posible porque la enfermera llamó al lector de Nietszche al interior de la consulta. La realidad se impuso y debía encaminarse a la extracción de dos piezas dentales. Al levantarse y recoger libro y bolso de mano, se volvío al sacerdote que había abandonado a su vez su asiento: Ha sido un placer, le dijo tendiéndole la mano, Luis Rivera, lector... Y el otro: Juan M..., Pater.

sábado, 1 de agosto de 2009

Apunte de anochecer

Es inevitable. La tumbona tiene el respaldo totalmente echado para atrás y cuando la luz del atardecer pasa a ese no distinguir un hilo blanco de uno negro, como se dice en el Corán, se deja reposar el libro sobre el regazo y los ojos buscan el infinito más cercano, que es la línea del horizonte. Se revela el ocaso, la huida del sol, el ciclo diario de ese eterno retorno que el reloj ha encadenado en una serie histórica de días. Los ojos abiertos se embeben en esa amplitud que la escasa luz que sigue menguando convierte en mayor infinito aún. Sólo la luna testimonia una presencia de compañía; imperceptiblemente se moverá hacia la derecha y para verla habrá que girar la cabeza. pero no es moverse lo que apetece, ni un músculo, que lo que demanda este momento es la quietud que pueda disolver pensamiento y acción. Hasta que llega el frío de la noche y hay que abandonar el observatorio.

Por la mañana dos petirrojos revolotearon en cortejo el jardín. El día anterior, majestuosa, fue un águila en círculos, mientras un punto en la lejanía le aguardaba su pareja. En el anochecer del día anterior un sonido, como un lamento lejano, sobresaltó a Ana: "es como si llorara un niño", dijo y Samuel N..., que estaba tomando una copa de oporto, dijo que era un búho allí en el bosque. Era en verdad lastimoso el gemido, un prologado "buuu..." que venía a desvanecerse. Demasiados prodigios para permanecer obsesivamente silencioso, se dijo el Hombre del Prado.

Por la mañana ha recibido una llamada telefónica: Guillermo A..., que tiene una casa en el otro extremo del prado y con él que gusta hablar de libros y recuerdos, siempre dispares los de uno con los del otro: "no te veo por el Prado y S... me ha dicho que se ha muerto Goyerri. Chico, lo sentimos tanto". Hace solamente unos días Pepe, el de la excavadora del Ayuntamiento paró la máquina junto a él: "se me hace tan raro verle sin el perrillo". Victor H., se acercó en la calle para decirle que lo sentía mucho, lo de Goyerri, que ¿que tal lo llevaban? Ciro, el pastor alemán entra en el jardín y lo recorre a la carrera olisqueando hasta que llega a la cristalera del salón y allí se queda quieto mirando al interior. Samuel N..., su dueño, asegura que busca al perrillo que falta. El Hombre del Prado se pregunta si habrá tanta gente dispar que le encuentre a faltar, porque a fin de cuentas él no es sombra de nadie.

Mirando el hueco inmenso del anochecer cierra el libro después de marcar la página, doblando la esquina de la derecha superior; siempre lo hace así. En las librerías ni quiere coger los puntos de cartulina que regalan a puñados, porque acaban moviéndose de un lado a otro sin dar con su tinta entre las páginas de lectura. Hay cosas que nunca nacen paa cumplir su función. Coge el libro que tiene mediado y que es "El Judaísmo" de Hans Kung. Toma la pipa, el tabaco, el encendedor, las gafas, el teléfono, una copa vacía y ya las manos no pueden tomar nada más sino es en inestable equilibrio.

Bueno, le dice a Ana al entrar en la casa. Voy a retornar el blog, pero otro blog, otra cosa.... La verdad es que es solamente un vago deseo, porque no sabe que cosa puede ser que no haya sido ya.