miércoles, 10 de febrero de 2010

La niebla y la oscuridad


De repente la niebla. No es que no aparezca cada día, que así amanece casi siempre y hasta media mañana no levanta y deja que se asome el sol, débil primero, radiante y furioso después. Esto excluye los días grises, ni sol ni niebla matutina. En los días grises el paisaje inyecta tristeza en el ánimo: "son días para quedarse en casa", dice Ana. Es la verdad, pero a menudo también se queda en casa los días soleados. La casa es un paisaje, como el prado, y el pueblo, y más allá los prados, los pueblos y en el fondo del horizonte, próximo a veces, las montañas. Si todo es un paisaje, todo es la casa, permanecer en el paisaje equivale a no salir, que solo se sale de lo que es cotidiano. Salir quiere decir ir a descubrir...

De repente la niebla, espesa y luminescente. Como en los viejos rodajes, cuando se empañaba un objetivo con parafina o vaselina, no recuerda con qué, pero así se conseguía un efecto invernal. Basta cerrar el diafragma para conseguir una tarde o un amanecer con neblina, en medio de un sol radiante. La noche americana es una mentira para construir ficciones que se convierten en verdad. Todo lo que se ve en la pantalla es cierto en cuanto se abre la mágica puerta que atraviesa el espectador y se sumerge en la historia.

Pero de repente la niebla sumerge al prado en su seno y lo convierte en uno de esos pueblos que están en lo alto de la sierra, debajo del parque eólico. La primera virtud de la niebla es desdibujar, llenar de vaho el cristal de la mirada, construir un paisaje que lleve a la melancolía. La fascinación de la mirada que no es habitual. No hace mucho Héctor P..., hablando del uso de angulares y teleobjetivos en la fotografía, afirmaba que la magia de sus resultados estribaba en que ofrecían miradas que no eran aquellas a las que el ojo se ha acostumbrado. Seguro que tenía razón. Pues eso, la niebla es un efecto óptico, una lenta instalada en el objetivo de la mirada de cada uno.

El paisaje que se ve existe de otra manera en la memoria, ni siquiera es en la memoria como si se tratara de un hecho lejano, sino que se trata de la memoria de ayer o anteayer. El paisaje está fijado como una fotografía y viene la niebla y lo altera y lo convierte en un lugar de contornos vagos, de enfoques desdibujados, de colores difuminados en los que realmente tiene valor lo que sugieren. Nadie mira un paisaje en la niebla como una realidad permanente, porque al cabo, aquella se levantará y todo volverá a su ser, que es expresión que le gusta emplear a Ana: la empleaba su madre muy a menudo. Todo vuelve a su ser, que es a su manera de ser, o de estar. Se trata de un mínimo y cercano eterno retorno. Por lo tanto la niebla es un accidente, no es perdurable, no está aquí para siempre. Esa es su magia, tal vez, si es que la tiene.

La niebla, piensa el Hombre del Prado, se comporta al fin como la oscuridad del contraluz, el violento claroscuro que descubrieron los pintores del Renacimiento, cuando dieron en inventar focos de luz donde no los habían, por mor de encontrar una mirada diferente al minucioso realismo, donde el detalle preciso tenía el valor de la verdad. Todo es cosa de la luz, de la mirada, que es la emulsión sensible a lo que ahí está. La importancia de la oscuridad no es lo que vela, sino que, ocultándolo, permite adivinar, para que sea el pensamiento, el que acabe por reconocer todo lo que ahí está, lo que se ve y lo que no se ve. Al cabo, se dice, todo está, y si no se puede ver se percibe. ¿Es eso el conocimiento? ¿El esfuerzo por ir al corazón de la niebla o a la profundidad de la oscuridad?

La casa del prado, al otro lado de las parcelas, o el contorno del bronce que corona un reloj del XVIII, se entregan a la mirada mágica que rompe con lo cotidiano. Hasta que todo vuelva a su ser.

sábado, 6 de febrero de 2010

Diálogos esenciales


¿Qué haces?
Nada.
¿Cómo nada? ¿No haces nada?
Aquí andamos. Nada de nada.
Pero, hombre. Nadie hace nada.
Ya ves...
Pero,. ¿No lees?
Si, voy leyendo cosas.
Y ¿no paseas?
Si, cada día un rato.
Y eso, ¿no te gusta?
No mucho, lo hago por el colesterol...
Y ¿no ves a tus amigos?
No tengo amigos...
Pero a alguien verás.
Si, a alguien, uno o dos conocidos...
Entonces... Ya haces algo.
Pero es solo por distraerme.
Hombre, no, por algo más será.
Por pasar el rato.
Bueno, claro, todo es pasar el rato. La vida es pasar el rato.
Pue eso, solamente por eso.
¿Y no disfrutas con todo ello?
¿Todo?
Lees, paseas, ves a gente: no es poco.
Me distraigo.
Pues ya está... ¿No es eso lo que se busca?
No, me distrae de lo importante.
¿Y que es lo importante?
Que no hago nada, que no tengo nada que hacer.
Hombre, pero... hay muchas cosas que puedes hacer.
Dime cuales.
Leer, pasear, ver a gente...
Eso ya lo hago, dime otras...
(Silencio)

jueves, 4 de febrero de 2010

Paseo por Madrid

Los pueblos son lo que son: un lugar, unas gentes. No hay diferencias entre ellos. Son el paisaje circundante. Te rodean, envuelven, absorven y finalmente te expulsan si no eres de alli. Pero, ¿que es ser de allí? Un paisaje conforta, el de la geografía, y otro inquieta: el de las personas. ¿Que es de allí? Si todo viene a ser desconocido, o en su generalidad muy conocido. Toda arquitectura resulta ser la misma. Todo gesto lo mismo. La mirada tópica es la visión interior, lo que se ve no es lo que es, nunca. Son las ganas de ver lo que crea el paisaje como si se tratara de la morada interior de los místicos. Ya nadie se reconoce tal, sería incluso vergonzoso. Pero la morada interior abre su puerta a la plácida sensación de estar donde debe.

Pero ¿que es ser de allí? Existe una geografía íntima que se reconoce cuando nunca fue otra cosa que lo imaginado: los colores, las luces, la parte sombría de la fotografía y finalmente el sujeto que reclama la atención. Añade el sonido que se dejó al pasar, una voz que dijo lo nimio, la banalidad que no estaba dirigida al paseante. Nada más solitario que el deambula entre lo desconocido que no parece serlo.

En el círculo cerrado de la plazuela las sillas se ofrecen a la fatiga y nadie se habla aposentado en ellas. Un banco de piedra, un poyo contra el muro, la carpintería urbana de unos asientos que permanecen inamovibles. Cada cual que se siente es un paisaje nuevo. Uno desconocido habla desde un teléfono al fondo y extiende una línea hacia los otros mundos, que están aquí. Se alcanza a oír la voz que llega en ráfagas de silencios: yo estoy bien, dice. ¿Te ha llegado el giro?

Y luego está la fatiga, la anónima sensación de no ser nadie para los demás; si una para su fatiga, o para su pensar. Anónima para sí misma, se ensimisma y ofrece su cansina belleza a los demás. En la mano el teléfono: ¿a quien va a llamar? ¿O ya lo ha hecho? ¿No hay más que decir? Solamente cabe pasar de largo.