lunes, 19 de octubre de 2009

La metavida o la conciancia mejor


Al gato de la fotografía no le hacen falta pensamientos más profundos que los de satisfacer su gusto por el sol con el acomodo confortable en un banquito de jardín. Visto desde una planta alta del edificio frente al mar al que se ha trasladado el hombre del Prado, además de solazarse con su situación, produce envidia. Será que un humano, de camino al anhelado lugar al sol que todos merecen, se ve asaltado por multitud de hechos que le influyen al llenar su cabeza de pensamientos turbadores. Aquella conciencia mejor de Schopenhauer, el estado de exaltación romántica en el que no hay acción sino superior existencia, la llevan los gatos a cuestas y la despiertan bajo un cálido sol, mientras que los humanos, a costa de enfrentar inocentemente la realidad ven como su oportunidad de caer en la plácida exaltación, si es que exaltación y placidez fueran compatibles, se aleja cada vez más a medida que más la ansían.

¿Es imposible eludir la realidad hostil? Este post se escribe como defensa de la angustia que el llamado Caso Gürtel produce día tras día, no solamente por la lectura de los titulares en prensa, sino porque una vez instalado en el conocimiento con su serie de cínicas inmoralidades imposibilita negándolo, recuperar lo plácido. Conocer tiene esa cautividad: se pierde la inocencia.

Hace escasas horas, un amigo íntimo, afirmaba ante el Hombre del Prado, que en el franquismo no existió como perverso lo que él no vió o aquello que él no percibía. Venía a decir que si él no sintió la necesidad de leer a autores prohibidos por el régimen, no tiene porque sentir aquella prohibición como algo maligno; también afirmaba que después de todo, si al cabo de los años un ministro pensaba que ya se podían levantar algunas prohibiciones, significaba eso que todo iba por buen camino. En aquellos tiempos aciagos, un amigo mexicano afirmba envidiar a España bajo el regimen del general, porque cuando las cosas iban mal económicamente, y se cita textualmente, "el abuelo metía la mano en su bolsillo y aportaba lo que fuera necesario". Tenía este individuo negocios en DF de cementerios privados, y piensa el Hombre del Prado, si este comentario no será en realidad un metáfora sobre la muerte civil: un extenso cementerio en vida que construía una conciencia mejor mas acá de la realidad en lugar de por encima de ella: una especie de metavida, en analogía con la metefísica.

Al Hombre Político, que quisiera ser gato y no puede, los acontecimientos le arrojan fuera del concepto que la expresión -vivir en la polis, habitar en la sociedad moderna- conlleva. Aislarse, lo que ya fue en un momento hecho al retirrarse al bosque y refugiarse en el prado, es ahora más imposible, porque no depende de la necesidad sino del empuje de lo otro, lo que desde fuera presiona. La palabra jubilación viene del hebreo, júbilo o ceremonia jubilosa quiere decir, y con ese significado pasa al latín y hoy en castellano quiere decir retiro plácido. Debería devolvérsele al Hombre Político, en ese momento de exaltación vital, la inocencia perdida.Queda por saber en que momento de la vida perdió aquella que el amigo mantiene, aferrado a su no ver, no saber, no sentir y al cabo aceptar por bueno todo lo que la historia pudiera tener por lo contrario.

Hubo un tiempo cercano en que le hacía feliz la presencia de Goyerri, el perrito fiel y leal cuya conciencia mejor era deambular por todas sus sensuales apetencias, entre las cuales no era la menor su capacidad de cariñosa compañía y silencioso acuerdo, pues aún en los animales que están ahi es el silencio afirmación. Desaparecido en lo físico el compañero, que no en la mente que le ve de continuo y lo percibe dentro, que es percibir en nostalgia y dolor, no queda sino aceptar la impotencia de la soledad.

miércoles, 14 de octubre de 2009

¿Y ahora qué?


Uno puede ser continuación de si mismo, pero nunca repetición. por eso hay días en los que siente que está vacío, lo que no tiene nada de dramático, no conlleva una tragedia de lo existencial, ni alimenta el horror vacui ni impulsa al suicidio. Todo lo más conducirá a una cierta perplejidad y a tomarse unos días de aburrido descanso, o un tiempo de incierta duda. Recuerda el del Prado un plano de Ana Karina paseando por la playa, en Pierrt le Fou, exclamando o preguntándose ¿Qué voy a hacer?", "¿Que puedo hacer?". Ese plano obedece en realidad a un impulso personal de la Karina, a la que le dió por caminar por el borde del mar y estrujarse el cerebro porque Godard le había pedido que improvisara. Mientras ella se preguntaba sobre el que hacer, el director la rodó e insertó el plano en la película. De lo banal a lo existencial en un puro y casual insert.

¿O no era tan banal? Es un ejemplo perfecto del momento en que continuar es no saber que hacer, ni siquiera saber que se puede hacer. A lo mejor es la antesala del aburrimiento. En ese momento se puede seguir hacia adelante, hacia el no saber, o se puede uno repetir a si mismo. Todo dependerá de la capacidad de acomodación, el impulso hacia el triunfo, que tenga el protagonista del momento. Si en ese tiempo anterior en que sabía que hacer, incluso que decir, alcanzó un cierto triunfo, frente a si mismo, o frente a los demás que es en ocasiones más estimulante, pensará en repetirse, será una inclinación, a lo mejor una perversidad consigo mismo; quien se repite ya se conoce. El afán de descubrimiento de este tipo que se pregunta tiende a desaparecer, ya se sabe, ya se conoce, ya se aburre.

Claro que si se trata de un hombre ocupado es diferente. Éste que se levanta a las siete, prepara el desayuno, va a trabajar, y aquí la cuestión es añadir todo lo habitual convertido en acción, siempre sabrá lo que va a hacer, lo que puede hacer y sobre todo tendrá plena conciencia de lo que no puede. Pero no es este el caso, se trata de aquel que tiene el tiempo suyo y lo dedica a continuarse en un estado de permanente curiosidad, también se podría escribir búsqueda, pero esto suena retórico, o a melodramático. "Ese hombre buscaba permanentemente para no repetirse a sí mismo". Y sin embargo esa es la tentación, alcanzada cierta medianía uno tiene a la repetición.

Los cajones de la mesa, piensa el Hombre del Prado, suelen estar llenos de senderos iniciados y no terminados; caminos improbables abandonados cuando se apagaba la luz en ellos y se abrían a una nada de impotencia, entonces sería un todo; o de aburrimiento, entonces si sería nada. Entonces viene la tentación a la higiene, ojear, hojear, leer y destruir. A un lado esto que puede valer, al otro esto, que hay que tirar de manera definitiva. No siempre se destruye definitivamente. Es como la ropa o los muebles viejos, mientras hay sitio se guardan por si acaso. Otra vez la tentación a repetir lo que fue.

De manera sinuosa este post lleva al cine: ahora Fellini. En Ocho y medio dedica toda una película a narrar la peripecia creativa de un hombre que ha llegado al fin de su creatividad y a la enorme mole de su impotencia. A partir de esa película, que es media nada más y nada menos, el director Guido Fellini, porque era él, se repetirá a si mismo como única manera de continuar.

También es eso a veces.

jueves, 8 de octubre de 2009

La idea evanescente en el claro del bosque

Escribe Ortega en su prólogo a "El Collar de la Paloma":

Cuando se coincide al opinar sobre Fulano, se coincide en todo lo demás. También es verdad lo inverso. La coincidencia ni implica, ni siquiera prefiere, ser identidad de juicio. No se trata de que coincidan las ideas, sino las vidas. Nadie puede tener las mismas ideas que otro si, de verdad, tiene ideas. La idea es personalísima e intransferible. Cuando un pensamiento nos es común, corre grandes riesgos de no ser una idea, sino todo lo contrario, un tópico. El tópico es el lugar, el lugar común, el sitio en que los hombres coinciden tanto, que se identifican y se confunden, cosa que no puede acontecer sino en la medida en que los hombres se mineralizan, se deshumanizan. En su verdad, en su autenticidad, los hombres son incomunicables.


Cuesta no pararse en estas líneas, al Hombre del Prado le cuesta; a otros no lo sabe. Tal vez pasen de largo en busca de otras cosas que les produzcan ideas, o nada de eso. Es arriesgado no tomar en serio un prólogo de Ortega. Alguien dijo que muchos hombres presumían de tener ideas cuando solamente tenían ocurrencias. Aquí es todo lo contrario. Lo que aprendió de el bosque y de su aislamiento,-todo el bosque es un aislamiento en si mismo, una caverna para esconderse- es que una idea es evanescente con prontitud, como los sueños, que se pierden al instante de despertar, imposible aprehenderlos se desvanecen saliendo de la memoria. Pero si en esa celeridad tiende la vaga forma de la idea a perderse, el tópico por el contrario se mantiene firme en su posición, enraizado en lo que se sabe, pasa el pensamiento por él dejándolo de lado.

Un tópico es uno mismo, la imagen que se tiene de uno, la que se tiene del otro, la del tiempo en su pasado y la del futuro, que no es tiempo aún. Dios es también un tópico y según se mire, o se piense, es una idea. Tan enraizado está que pensar con sinceridad en su imposibilidad, ya le hace existir. Pues todo lo que se puede pensar es y de ello quedan las consciencias. Pensó en esto un día que se cruzó con un vecino del pueblo que le saludó al pasar: "Con Dios...", le dijo. "Adiós", contestó. ¿No era la misma cosa? Sobrevolaba Dios en el diálogo, y en su fe atea, el Hombre del Prado entendía la imposibilidad de prescindir de la idea de Dios, aún cuando fuera para negarla. No es una cuestión baladí, como tampoco lo es el amor o la generosidad o la entrega a empresas desmesuradas. ¿No es Dios una empresa desmesurada?

Este jardín que agoniza en el otoño, es también una idea. Para otros un tópico. Un amigo construyó un jardín y le negó el derecho a crecer; de buenas a primeras lo llenó de plantas como si ya estuviera acabado y ahí tuviera que detenerse. Al cabo de pocos años tuvo que arrancar árboles y matas para dejar que los otros vivieran en su ansia por crecer, hacerse, seguir su naturaleza. El jardín era, para su dueño, un tópico que poseer. Cuando lo tuvo suyo tuvo que destruir aquella idea inicial que se había convertido en imposible. Para el Hombre del Prado es una idea que sigue haciéndose, un espacio de aires y volúmenes vacíos que poco a poco van siendo ocupados hasta que un día, seguramente él no lo verá, llegará a ser otro jardín del que fuera el primer atisbo.

Cuesta reconocer una idea porque cuando deja de ser evanescente, crece y se modela a su aire. Toma derroteros por los que uno a lo mejor preferiría no transitar. "Todas las ideas son respetables" dicen algunos y generalmente se refieren a las ideologías, que son los monstruos en que se convierten algunas ideas, los jardines que crecen desmesuradamente. Lo respetable es otra cosa, el derecho a tener ideas cuando no son ocurrencias.

En el claro del bosque en que se ha sentado para leer un rato, ahora que la convalecencia le permite caminar e incluso ha dejado de lado los calmantes, tiene que bajar la vista al libro para volver al sendero que le ha de conducir a la relectura del libro de Ibn Hazm, ignorando cuanto tiempo le llevará sortear el prólogo de Ortega. Hay quien dice que lo mejor del filósofo madrileño está en lo escrito en sus prólogos. Puede que sea verdad...

miércoles, 7 de octubre de 2009

La Dicha y la pequeñez




A los pies del grupo de visitantes al castillo califal, se extienden los campos de cereal de tierras de Soria. Abarcan cuanto puede abarcar la vista y los cruza por la mida adornado de márgenes arbolados un seguro y tranquilo Duero, que es probablemente el más hermoso y sereno río de la península. Al Hombre del Prado se le antoja que es el más castellano, aunque no sabe bien lo que quiere decir con esto, pero se lo parece, o se le antoja decirlo. Es la intuición, son toda seguridad, la que le lleva a uno a ponerse poético.

También a los pies, como mal se ve en la foto, cruza por un campo levantando una nube de polvo, un escueto rebaño de ovejas. El silencio lo llena todo con el sonido del viento que bate personas y ruinas de piedra. Vienen de deambular por los solares abiertos al cielo de un Castillo inmenso al que se entra por una hermosa puerta árabe. Adarves, murallas, lienzos de sillería, torres mediadas en su ruina entre el ser y el no ser, poco más que siluetas, y por debajo el río, sus márgenes arboladas, los campos extensos hasta un mínimo infinito y el rebaño de ovejas levantando el polvo de la tierra seca del mes de septiembre. Hasta donde se le puede alcanzar a quien escribe, este inmenso paisaje que llena el ánimo como el agua sacia la sed de quien la anhela, empieza en uno mismo, allí en lo alto y se extiende en su entorno, alrededor de él, como si el aire fuera paisaje, y el vacío, o el límpido azul que enseñorea un celaje que parece hecho de nada, tanta es su perfección. Recuerda aquello de Rilke: "Terrible es todo ángel, pues en su belleza desdeña destruirnos", y piensa el del Prado que en ese desdeñar la destrucción de quien contempla, sucede lo contrario, que es darle cabida, dejarle entrar en él y alcanzar así una pretensión de absoluto, que tampoco sabe bien lo que es, pero es el todo.

Hay exaltaciones que no tienen precio, no son otra cosa que el ánimo que se desboca y se convierte en alma, el puro sentir de la dicha. Querría uno disolverse hasta la consunción, absorvido por un panteismo fruto de la imaginación humana. Todo el paganismo que alberga este sentimiento rebosa de sentido, el hombre como víctima entra en trance frente al ara sacrificial y allí se entrega. Ni temor ni dolor, sino la extasiada espera de la disolución. Le sucedió en otra ocasión, en un pueblecillo del Pirineo catalán, Queralps, frente a un circo de montañas nevadas, una mañana a las ocho, en la que se encontraba solo en el porche de una casa ajena. La corona de montañas cargadas de una alba y límpida nieve, más que ello pues en la lejanía todo color y forma viene a curvarse en difuminaciones, se convirtió en el absoluto que le devoraba dulcemente: nada había allí que no fuera un paisaje que surgía de él y en él terminaba.

Y sin embargo, el fin de la dicha suele ser la voz humana cuando llegan hasta el mirador unas personas, número indefinido, presencia indiferente, y una de ellas dice: "mirad las ovejitas, cuanto polvo levantan" y otra afín, diferente voz de mujer, pero la misma voz de mujer, dice en voz alta, tan alta y potente como el trueno: "¡ay!, yo cuando veo una cosa así es cuando me doy cuenta de lo pequeña que soy". Diría algo el Hombre del Prado, pero Ana, que le conoce, tira de su brazo y emprenden la bajada hacia el coche.

sábado, 3 de octubre de 2009

No lo sabía...

Fuente de los Leones en el Patio del mismo nombre


No es lo mismo que "no lo sé". En el "no lo sabía" subyace una humildad poco propicia a los tiempos y modos de hoy. Cuesta admitir que hay cosas que otros dicen y que uno no las sabía, porque rebaja la estima de los demás y en cierta manera la autoestima: averiguar que uno no sabía cosas y cosas que va descubriendo de manera cotidiana, no hace sino que erosionar la seguridad en el propio conocimiento.

El Hombre del Prado está en esa fase del "No lo sabía" que puede llegar a resultar hiriente. Hoy ha descubierto, en un poemita de Ibn Gabirol que en Granada, en lo alto de la Sabica, donde doscientos años después se construiría La Alhambra existieron doce leones, cuatro grupos de tres mirando a los cuatro puntos cardinales, que soportaban sobre sus lomos, un mar cristalino que lo era a la manera del mar de bronce del palacio de Salomón en Jerusalén. Luego vino, ya se ha dicho que doscientos años después, el Patio de los Leones con su fuente central. Con el tiempo se advirtió que los leones eran de factura muy anterior al patio, del siglo XIV. Siendo la cosa así de sencilla, no queda sino añadir que aquella primera fuente debía de ser la del palacio de un judio, visir del emir de Granada, un tal Yusuf ben Negrela, que murió asesinado en un progrom de judios por las turbas que vivían abajo, descontentas por su ostentación. El palacio fue destruído, aunque algo quedó, seguramente. No deja de ser irónico que ese prodigio de belleza que hoy se contempla, fuera construido como representación del Islam repitiendo la intencionalidad judía de rendir homenaje a su gran rey. No lo sabía.

Como tampoco sabía que el Patio de los Arrayanes y el de los Leones, construídos con algunas generaciones de diferencia uno de otro, guardan entre sí unas exactas relaciones geométricas que se evidencian en el trazado virtual de unas diagonales. ¿Había un plan constructivo? No se sabe, es imposible llegar a ese conocimiento. Al cabo del día se acumulan las cosas que se van descubriendo, poco importantes ciertamente, que no aportan certidumbres metafísicas ni descubren leyes de la cosmogonía, cosas que no han de aportar a su conocimiento más que asombro, admiración, secreto placer que permite que vuele la imaginación. Se trata de encontrar en un libro algo que otros si sabían, y uno no. Conviene, piensa, estar muy atento a todo lo que no se sabía.

Lo que si sabía el hombre del Prado, ya que ha salido en estas líneas, es que para él el Patio de los Arrayanes, es el más perfecto jardín que nunca ha contemplado, y la más sencilla belleza que él ha podido contemplar salida de la perfección que alguien ha podido producir con su imaginación, repitiendo el prodigio de la creación humana.

Patio de los Arrayanes