miércoles, 7 de octubre de 2009

La Dicha y la pequeñez




A los pies del grupo de visitantes al castillo califal, se extienden los campos de cereal de tierras de Soria. Abarcan cuanto puede abarcar la vista y los cruza por la mida adornado de márgenes arbolados un seguro y tranquilo Duero, que es probablemente el más hermoso y sereno río de la península. Al Hombre del Prado se le antoja que es el más castellano, aunque no sabe bien lo que quiere decir con esto, pero se lo parece, o se le antoja decirlo. Es la intuición, son toda seguridad, la que le lleva a uno a ponerse poético.

También a los pies, como mal se ve en la foto, cruza por un campo levantando una nube de polvo, un escueto rebaño de ovejas. El silencio lo llena todo con el sonido del viento que bate personas y ruinas de piedra. Vienen de deambular por los solares abiertos al cielo de un Castillo inmenso al que se entra por una hermosa puerta árabe. Adarves, murallas, lienzos de sillería, torres mediadas en su ruina entre el ser y el no ser, poco más que siluetas, y por debajo el río, sus márgenes arboladas, los campos extensos hasta un mínimo infinito y el rebaño de ovejas levantando el polvo de la tierra seca del mes de septiembre. Hasta donde se le puede alcanzar a quien escribe, este inmenso paisaje que llena el ánimo como el agua sacia la sed de quien la anhela, empieza en uno mismo, allí en lo alto y se extiende en su entorno, alrededor de él, como si el aire fuera paisaje, y el vacío, o el límpido azul que enseñorea un celaje que parece hecho de nada, tanta es su perfección. Recuerda aquello de Rilke: "Terrible es todo ángel, pues en su belleza desdeña destruirnos", y piensa el del Prado que en ese desdeñar la destrucción de quien contempla, sucede lo contrario, que es darle cabida, dejarle entrar en él y alcanzar así una pretensión de absoluto, que tampoco sabe bien lo que es, pero es el todo.

Hay exaltaciones que no tienen precio, no son otra cosa que el ánimo que se desboca y se convierte en alma, el puro sentir de la dicha. Querría uno disolverse hasta la consunción, absorvido por un panteismo fruto de la imaginación humana. Todo el paganismo que alberga este sentimiento rebosa de sentido, el hombre como víctima entra en trance frente al ara sacrificial y allí se entrega. Ni temor ni dolor, sino la extasiada espera de la disolución. Le sucedió en otra ocasión, en un pueblecillo del Pirineo catalán, Queralps, frente a un circo de montañas nevadas, una mañana a las ocho, en la que se encontraba solo en el porche de una casa ajena. La corona de montañas cargadas de una alba y límpida nieve, más que ello pues en la lejanía todo color y forma viene a curvarse en difuminaciones, se convirtió en el absoluto que le devoraba dulcemente: nada había allí que no fuera un paisaje que surgía de él y en él terminaba.

Y sin embargo, el fin de la dicha suele ser la voz humana cuando llegan hasta el mirador unas personas, número indefinido, presencia indiferente, y una de ellas dice: "mirad las ovejitas, cuanto polvo levantan" y otra afín, diferente voz de mujer, pero la misma voz de mujer, dice en voz alta, tan alta y potente como el trueno: "¡ay!, yo cuando veo una cosa así es cuando me doy cuenta de lo pequeña que soy". Diría algo el Hombre del Prado, pero Ana, que le conoce, tira de su brazo y emprenden la bajada hacia el coche.

1 comentario:

  1. Bueno pues hablando de hechos demostrados, he ahí una capacidad humana que se desencadena (a veces), ella solita de forma espontánea

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